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A la punzada de dolor, le sigue el sabor metálico de la sangre y cierro los ojos cuando me doy cuenta de que, de nuevo, me he mordido las uñas más de lo que debería

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A la punzada de dolor, le sigue el sabor metálico de la sangre y cierro los ojos cuando me doy cuenta de que, de nuevo, me he mordido las uñas más de lo que debería.

Me saco el pulgar de la boca y lo presiono con ambos dedos para disminuir el sangrado escandaloso. Cuando noto que no se detiene me levanto de la diminuta cama —que más bien es como un catre y una litera. Ambas cosas al mismo tiempo— y avanzo los dos pasos que la separan del minúsculo lavamanos al centro de la estancia —que tampoco es muy grande.

Un golpe sordo en los barrotes de la celda me hace saltar en mi lugar, y mi compañera —Dolores— se burla de mí y masculla algo sobre mí, siendo una flor delicada.

Sé que no le agrado. Siendo honesta, ella tampoco me gusta demasiado, pero luce lo suficientemente peligrosa como para hacerme mantener una distancia adecuada entre nosotras.

—Nueva —la voz áspera de una de las policías de turno hace que cierre la llave del agua con la que me enjuagaba las manos y me gire para encararla. Está abriendo la puerta—, ven conmigo.

Frunzo el ceño.

No tengo mucho tiempo en este lugar —apenas unos días—, pero sé que todo aquí funciona gracias a un horario estricto. A las seis y media nos despertamos, a las ocho estamos desayunando y a las nueve haciendo cualquiera de las actividades programadas para ese día.

Por la tarde nos permiten estar en las áreas comunes —siempre vigiladas, por supuesto— y nada más. El hecho de que hayan venido a buscarme me descoloca, sobre todo, porque no creo que sea algo bueno en este lugar.

Me seco las manos en el pantalón de material áspero que llevo puesto y dubitativa, avanzo hasta la salida mientras trato de recordar si hice algo para hacer que me mandaran llamar. No he aceptado nada de nadie. Ninguna clase de favor. Ni siquiera algo diminuto. Mucho menos me he metido en problemas.

Me he mantenido alejada de aquellas personas de las que se habla con miedo a susurros y me he las he arreglado para colarme poco a poco entre las mujeres que son madres. Esas que están aquí, embarazadas o con sus hijos pequeños —aún necesitados de ellas— y he tratado de pasar lo más desapercibida posible.

La puerta de la celda se cierra detrás de mí y, cuando avanzamos por el pasillo, algunas reclusas miran con curiosidad en mi dirección. Trato de mantener la vista al frente —nunca al suelo— todo el tiempo y, cuando por fin abandonamos el área, dejo escapar el aire que no sabía que contenía.

La mujer que me escolta, flanquea el camino y nos guía por una serie de pasillos estrechos en silencio.

—¿A dónde vamos? —inquiero, cuando las paredes grises van pareciendo más a las que encontrarías en alguna oficina y no en un reclusorio.

—Tu abogado quiere verte —responde, lacónica, y sigue avanzando hasta que llegamos a un pasillo iluminado.

—¿Mi abogado? —inquiero, pensando en la imagen regordeta del licenciado Guzmán y ella asiente.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora