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Es miércoles a mediodía cuando regreso de la Ciudad de México

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Es miércoles a mediodía cuando regreso de la Ciudad de México. La audiencia estuvo mejor de lo que esperaba. De hecho, me atrevo a decir que, a pesar de que todavía no todo está dicho, tenemos muchas posibilidades de ganar.

He pasado el fin de semana más tortuoso y largo de la existencia entre documentos, facturas y acusaciones y agravios que mi padre tuvo el descaro de añadir a la pila de basura en su afán de arruinarme el caso. Ha sido un completo martirio y, para coronarlo todo, no he podido sacarme a Andrea de la cabeza.

Sé que no debería pensar en ella. Que me dejó en claro que no tiene intención alguna de repetir lo que hicimos y que quiere que la deje en paz; sin embargo, no puedo dejar de pensarla todo el tiempo.

Quise llamarla desde el hotel, cuando, luego de un vuelo y una reunión de dos horas, vi su llamada perdida; pero no me respondió. La llamé una vez más, pero esa vez, la línea me envió directo al buzón de voz. Me di por vencido el lunes antes de la audiencia, cuando caí en la cuenta de que tenía ya dos días fuera de la ciudad y ella no había devuelto mi llamada.

No sé qué me pasa. Me siento patético y, de todos modos, no soy capaz de detenerme. No soy capaz de parar esta obsesión tan insana que he desarrollado de mirar el teléfono solo para ver si me ha escrito.

A estas alturas, tengo que aceptar que Andrea me gusta más —mucho más— de lo que creí. De lo permitido para mí... Y, aún así, estoy aquí, en la sala de juntas de la oficina —porque no puedo darme el lujo de ir a casa a descansar todavía—, mirando el reloj mientras espero por mi padre; ansioso por llegar a casa, y no porque muera de sueño, sino porque no puedo esperar para verla.

Sé que a él más que a nadie en el despacho le interesa tener los pormenores del caso Lomelí, así que no voy a irme sin antes haberlo puesto al tanto. Para mi mala suerte, cuando llegué, acababa de entrar a una reunión con unos clientes importantes. Ahora, me encuentro aquí, tonteando en el teléfono, mientras espero a que mi padre se desocupe para poder largarme de una vez.

Mientras respondo un mensaje de Dante, alguien llama a la puerta, pero la decepción es inmediata cuando veo a Adán, y no a mi padre, entrando a la sala de juntas.

—¡Bruno! —exclama, al mirarme—. ¿Qué tal el viaje a la Ciudad de México? Supimos que la audiencia se logró mejor de lo que se esperaba. Todos los socios han hablado de eso. Dicen que acorralaste al juez hasta que no tuvo más remedio que concederte otra audiencia.

Una sonrisa cansada se dibuja en mis labios.

—Yo diría que más bien están exagerando —digo, al tiempo que me recargo contra el respaldo de la silla de manera desgarbada.

Adán sonríe.

—¡Oh, vamos, Ranieri! Deja la modestia. Te he visto en acción —dice, mientras se instala en la silla frente a mí.

Mi sonrisa se extiende un poco más de manera inevitable.

—¿Qué ocurre? —dice, cambiándome el tema, mientras me regala una sonrisa lasciva—. ¿Es que no planeas contarme de tu aventura post-audiencia? ¿Te fuiste a algún bar? ¿Con alguna colega?...

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora