—Si no me dices, en este maldito momento, quién diablos eres y qué estás haciendo aquí, te juro por Dios que...

—Me llamo Andrea Roldán —me corta de tajo y su nombre, de nuevo, trae una punzada de familiaridad a mi sistema. Una desagradable—. Y yo vivo aquí.

—No —niego con la cabeza—. Tú no vives aquí. Tengo aquí más de una semana. Este es el pent-house de mi mejor amigo.

—Este es el pent-house de mi mejor amiga —ella replica y, de pronto, todas las piezas empiezan a encajar en su lugar.

Las cajas en la sala —esas que creí que eran de Dante y su esposa, y en las que no quise husmear por respeto cuando llegué—, el comentario extraño del portero del edificio...

—¿Cómo se llama tu amiga? —urjo y ella me mira con fiereza, pero parece estar sacando las mismas conclusiones que yo.

—Génesis.

—Me lleva el puto demonio...

Ella me mira fijo, con el entendimiento surcándole las facciones.

—Tu amigo se llama Dante, ¿no?

Asiento, luego de clavar mis ojos en ella una vez más.

—Mierda... —suelta.

—Tiene que haber un error —mascullo, al tiempo que cruzo la habitación para tomar el maletín que dejé junto a la puerta al llegar. Entonces, tomo el teléfono del interior—. Voy a hablar ahora mismo con Dante.

—No si yo hablo con Génesis primero —ella dice, al tiempo que se estira para tomar el aparato que descansa en el tocador. En el proceso, le veo un bonito pezón asomándose entre la mata de pelo que la cubre. y me obligo a apartar la mirada mientras busco el número de Dante en mis contactos.

Me llevo el teléfono a la oreja.

Andrea Roldán. Andrea Roldán. ¿De dónde demonios te conozco, Andrea Roldán?

Un timbrazo...

¿De la universidad? No. De la universidad no puede ser. La recordaría.

Dos timbrazos...

¿Del bachillerato? No. Del bachillera...

—Oh, joder —suelto, al tiempo que me vuelvo para mirarla y los recuerdos llegan a mí.

Ella de pie al centro de la explanada de la preparatoria, con una bocina pequeña a su lado y un micrófono que suena como el culo entre los dedos; sus amigas —supongo— estirando una horrorosa pancarta, mientras que un chico toca la guitarra acústica y canta —con otro micrófono que también suena del carajo— una canción de Reik que le sale como la mierda.

Recuerdo a mis amigos burlándose de ella y luego de mí al ver la manta. Recuerdo lo horrorizado que me sentí cuando la escuché decir que estaba enamorada de mí. ¡Enamorada de mí! Como si en algún puto momento hubiésemos hablado como para que se sintiera de esa condenada manera.

En el proceso, soy capaz de evocar las miradas de todo el mundo, las risas, los celulares alzándose para grabarnos...

No puedo recordar cómo le arranqué el micrófono de los dedos y lo tiré al suelo, pero sí que la recuerdo a ella, mirándome justo como lo hizo hace unos instantes: aterrorizada; solo que, en ese entonces, llevaba unos anteojos de montura ridícula.

Soy capaz de recordar, también, la ira que sentí al verla esbozar ese gesto desolado y triste. Como si yo le hubiese hecho algo atroz. Como si el que la hubiese puesto en ridículo fuera yo.

De nuevo tú ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora