TREINTA Y OCHO

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*Cuidado, hay un capítulo antes*

:= Adán =:

Quisiera decir que todo lo que repase enfrente del espejo sirvió para enfrentar a Bárbara sobre la amenaza de Uriel, pero las palabras se quedaron atascadas en mi garganta una vez se sentó frente a mí en una cafetería del centro.

Tenía algo diferente y no era el sombrero negro que adornaba su cabeza, ni el vestido blanco con un listón negro a la altura del cuello que cubría su cuerpo. Ladeé la cabeza para observarle con mayor atención.

—¿Tengo algo en el rostro? —Se llevó la mano a la mejilla, y pude notar que el color rojo de sus uñas combinaban con el de sus labios.

Ya sé lo que cambió, en sus ojos hay determinación y un brillo que había estado apagado en las veces que coincidía con ella. Ya no hay miedo que tinte sus iris.

—Lindo sombrero —halago. Levanta la mano, pero no lo toca. Sonríe.

—¿De qué querías hablar?

Separo los labios, pero nada vuelve a salir, esta vez porque el mesero se acercó con las bebidas y algunas botanas para que no se haga larga la espera de los alimentos. Bárbara  tomó un dedo de queso y lo llenó de aderezo.

Nunca la había visto tan relajada. Hasta puedo notar las similitudes entre ella y Amanda. Ahora sí parecen familia. En sus hombros no está el peso de una mujer abusada por su marido. Su espalda recta le da otro toque de elegancia.

—¿No has recibido nada raro en estos días? —indago, tomando un dedo de queso para aparentar indiferencia.

Estudio cada uno de sus movimientos y expresiones. Pero su tranquilidad no se marcha. Tal vez no me diga nada sobre las amenazas de Pegraso y se lo guarde para ella porque confía en que antes de que suceda una desgracia, las autoridades se encarguen de encerrarlos.

—No quiero hacerte daño, Adán —suelta con un mueva de disgusto. No entiendo nada y lo demuestro con un ceño fruncido. El mesero trae nuestro pedido y ella lo mira—. ¿Puedes ponerlo para llevar y traer la cuenta, por favor?

—Claro, señorita.

El pobre chico se aleja con la bandeja llena. Realmente las mujeres Báez son unas indecisas que no logro entender.

—Hace mucho que no me llamaban señorita.

—No traes tu anillo de casada —resalté, señalando su mano izquierda. Ella me regala un encogimiento de hombros.

—No confío en nada que me haya dado Aarón —confiesa. Se cuelga su bolso, preparándose para salir cuando nos traigan las cosas.

—¿A dónde vamos?

—A tu casa. No podemos tener esta conversación en un lugar público.

No sé porqué, pero por unos momentos me sentí el amante en esta situación. Digo, ella está casada y actuando como si estar almorzando en un restaurante familiar se vea como algo prohibido. No puedo evitar burlarme. Saco mi tarjeta cuando se acerca el mesero con nuestra orden.

—Yo pago —le aviso. Sus ojos marrones se posaron en los míos y espero que no me esté comparando con su esposo o lloraré. O tal vez no, pero sí haré un drama de eso.

Cada uno llegó en su auto, así que no tengo que preocuparme por poner algo de música que aligere el ambiente si es que se llegaba a sentir tenso ni tampoco quedará el aroma de su perfume volando por aquí. Aunque, con la borrachera que se puso ayer Jesús, no vendría nada mal una limpieza profunda.

Te propongo un deslizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora