Me dejo caer sobre un camastro y contemplo al cielo deseando estar en otro lugar. Con otra persona. En otro momento.

Mi teléfono suena, pero no contesto de inmediato. No es hasta que el sonido me irrita que me digno a responder sin mirar la pantalla.

—¿Sí?

Silencio.

El corazón me da un vuelco y me aparto el teléfono de la oreja solo para ver el número. No está registrado en mi lista de contactos.

—¿Andrea? —inquiero, ansioso, pegándome el aparato a la oreja.

—No. —La voz femenina que me responde es familiar, pero estoy tan borracho, que no logro conectar los puntos en mi cabeza y averiguar de quién se trata.

Frunzo el ceño.

¿Quién eres?

—Rebeca.

Quiero colgar. Quiero lanzar el teléfono al vacío para que así deje de insistir.

En su lugar, digo:

—Creí que habíamos sido claros. —Mi voz suena arrastrada, pero eso no le resta determinación a mis palabras.

Silencio.

—Mi marido tiene otra mujer.

Maldita sea.

—Mi marido tiene otra mujer y yo... —Solloza—. Y-Yo n-no sé qué hacer. No sé a quién llamar. N-No tengo a nadie. Estoy sola y...

Cierro los ojos y maldigo de nuevo para mis adentros.

—Bruno, si me deja no sé qué voy a hacer —dice, en medio de un llanto desmesurado y abrumador—. Va a querer quitarme a los niños. Si me quita a los niños, te juro por Dios que me muero. Prefiero morirme a perderlos.

De pronto, no soy capaz de escucharla. Me encuentro aturdido. Abrumado por la cantidad de emociones que me embargan, y fuera de mí, por el alcohol que corre a través de mi torrente sanguíneo.

Me incorporo de la posición sentada en la que me encuentro y trato de levantarme, pero estoy tan intoxicado, que no puedo hacerlo; así que decido quedarme donde estoy.

Rebeca no deja de hablar. No deja de sollozar, histérica, por la vida que ahora siente perdida y, de pronto, me encuentro escuchándola. Me encuentro poniendo atención a las historias que salen de su boca.

No sé en qué momento me comprometí con lo que me cuenta, ya que, de vez en cuando le regalo unas cuantas palabras de entendimiento.

—Debes pensar que soy una hipócrita —dice, luego de un largo silencio en el que me debato si debo o no servirme otro trago, pese a lo borracho que me encuentro—. Estoy aquí, llorando la infidelidad de un hombre al que le hice lo mismo primero.

Silencio.

—Yo no soy nadie para juzgarte, Rebeca —digo, al cabo de un largo momento—. Al final del día, solo tú sabes cuales fueron los motivos que te llevaron a buscar algo con alguien más y yo no soy nadie para señalarlos o condenarlos. Sería hipócrita de mi parte, porque yo también tengo mi culpa ahí. Debí detener lo que pasaba entre nosotros tan pronto como supe que eras casada y no lo hice. No hay nada que juzgar, porque en juzgarnos se nos iría la vida entera.

Ella suspira.

—Creí que ya no sentía nada por él. Que lo que teníamos había terminado hacía mucho tiempo y que ahora solo nos ataban nuestros hijos, pero... —Su voz se quiebra ligeramente—. ¡Dios! Debo tenerte mareado repitiendo lo mismo una y otra vez. —Se ríe, pero suena triste—. Mejor te dejo. Andrea debe estar esperándote y solo estoy quitándote el tiempo.

De nuevo tú ©Where stories live. Discover now