Capítulo 3

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        Faith entró con cautela a su habitación, para dejar sobre su silla la bata y las zapatillas para cuando despertase, sin percatarse de que la joven ya estaba despierta.

—Buenos días Faith.

—Niña... vaya susto me has dado. ¿Qué haces despierta tan temprano?

—No podía dormir más.

—¿Alguna pesadilla con la gente de anoche? —bromeó.

—Más o menos... —sonrió con cierta amargura.

—Pequeña, si estás pensando en ese señor Richard Cynster... no deberías perder el tiempo en eso. Está claro que no es el hombre de tu vida.

—Lo sé, Faith, pero tranquila, no estaba pensando en él. Al menos no todo el tiempo.

—¿Y en quién pensabas?

—Anoche, cuando me encontraste en los jardines de la cocina, me había tropezado con uno de los camareros y le tiré la bandeja de los canapés al suelo. Fui un poco grosera con él y el joven no tuvo ningún miramiento en insultarme de la cabeza a los pies.

—¿Insultarte? Dime inmediatamente quién es y le darán una lección.

—No Faith, no tienen que darle una lección. Fue culpa mía. Iba corriendo sin mirar por donde estaba, y él tuvo la mala fortuna de cruzarse en mi camino. Pero la forma en la que me habló, y me reprendió, me dejó sin palabras.

—Solo un mal hablado, niña, no le prestes más atención. Y ahora baja a desayunar, te voy a preparar un desayuno que te va a quitar todos los males.

       Violet sonrió y bajó junto a Faith a la cocina. Mientras ella cocinaba, le vinieron a la mente todos los recuerdos de cuando era niña y ella le preparaba los mismos desayunos. Faith Murray había sido la mujer más entregada, amable y cariñosa que jamás había conocido. La había criado como si fuera su hija, la había querido, le había hecho sentirse importante y una buena niña. A pesar de tener que renunciar casi por completo a sus propios hijos, Faith, era la mujer que más amor y comprensión le había otorgado en toda su vida.

       Llevaba trabajando para su familia desde antes de que Violet naciera, y el continuo trabajo le había pasado factura. Su piel oscura, café con leche, como ella le llamaba, se había ido apagando con los años. Su rostro se había cubierto con algunas arrugas que enmarcaban sus profundos ojos marrones y sus carnosos labios. Su espalda se había encorvado ligeramente y siempre se llevaba las manos a la zona lumbar, pero jamás había mostrado queja alguna.

       Faith llegó a Inglaterra desde Estados Unidos, y su familia siempre había estado sirviendo en las casas de los blancos. Cuando su marido, Charlie, falleció de un ataque al corazón y ella se quedó sola con sus cuatro hijos, se vio obligada a acompañar a su padre Graham, a Inglaterra, dejando atrás a sus hijos a cargo de su hermana María.

       Nunca más volvió a verlos. Pero siempre les enviaba más de la mitad del sueldo que ella ganaba en la mansión de los Ford. Quizás por eso se volcaba tanto con ella y su hermana Holly, porque todavía le quedaba mucho amor por dar.

—Buenos días Violet, que madrugadora estás hecha —su padre entró en el salón y se sentó en su habitual asiento mientras cogía el periódico—. Faith, por favor, sírveme un buen café y unas tostadas. Hoy me espera un día duro.

—Enseguida señor.

       A los pocos minutos aparecieron su madre y su hermana, dispuestas a desayunar. Y cuando todo parecía que iba a transcurrir como un desayuno tranquilo, las cosas se truncaron.

Violetas en las Cenizas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora