5 Los niños creen lo que dicen los cuentos

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El pueblo despertó. La luz y las voces comenzaron a iluminar el reino con alegría y sencillez, ignorando todo lo que ahí había pasado en una sola noche. Un accidente y un viaje inimaginable.

No tardaron en enterarse de lo primero. Desde cualquier parte podían notar algo extraño, con sólo ponerse en medio del camino lo veían de frente. Comenzaron los susurros y las miradas. La duda e incertidumbre. Porque nunca antes había sido así. Los grandes portones no eran para dividir, si existía la posibilidad con su construcción era para hacer énfasis a la bienvenida, a los brazos abiertos de la familia real para con el pueblo.

Ya no más. Las puertas del castillo estaban cerradas.

Antes de poder sacar conclusiones, el portón se abrió una última vez.

Primero salieron varias personas. Criados, cocineros, jardineros, cuidadores... Tras ellos un par de hombres uniformados montando a caballo, cada uno con un par de pergaminos en el cinturón, que se encargarían de leer y distribuir por el pueblo de manera que todo el mundo quedara enterado de la noticia, de la razón.

Despidieron con la cabeza a la servidumbre y comenzaron a galopar. Uno hacia un lado, el otro hacia el otro. El primero fue directo al centro, en donde se encontraba la mayoría de la gente; mujeres, hombres y niños. Paró en medio de ellos a su caballo, sacó uno de los pergaminos, lo extendió, y comenzó a leer en voz alta y clara:

—Por órdenes de su majestad, Agdar, rey de Arendelle, las puertas del palacio permanecerán cerradas hasta nuevo aviso.

Tal y como había pasado con los trolls, la exclamación de sorpresa salió de la boca de todos los presentes, menos uno. El guardia alzó una de las manos pidiendo silencio y continuó:

—Esto con la finalidad de criar a las jóvenes princesas, Elsa y Anna de Arendelle, que por recientes sucesos personales, necesitan de soledad y comprensión. Toda consulta para ver al rey y a la reina tendrá lugar los jueves. Ubicación, excepciones y cualquier pregunta que tengan, queda adjunta en este pergamino. De no ser así, hoy, a las seis, en la plaza, pueden hacérselas ustedes mismos.

Dicho esto, indicó al caballo caminar hasta una columna. Sacó un martillo y un clavo de la bolsa en su silla de montar, y clavó ahí el pergamino que acababa de leer para que los demás pudieran hacerlo también. Les deseó los buenos días a todos, ignorando sus preguntas, quejas y opiniones, y cabalgó hacia otra parte del pueblo para dar la misma noticia.

Los presentes rodearon el aviso con impaciencia, preguntándose unos a otros un millón de cosas que nadie sabía. Con tanto jaleo no tardó en llegar más gente; desde los que habían dormido de más, hasta alguno de los antiguos trabajadores del palacio, que habían sido despedidos esa misma mañana. Entre todos no tardó en formarse una conversación llena de suposiciones, chismes y más dudas.

—Seguro que viene una guerra y quieren salvarse el pellejo—supuso una vieja mujer.

—No, lo que habrá es una crisis, por eso nos despidieron—inventó un viejo jardinero.

—Yo creo que estamos exagerando—sugirió una jovenzuela—, sólo estarán cerradas hasta nuevo aviso. Probablemente para el próximo jueves todo volverá a la normalidad.

—Ah, ¿sí? —preguntó el viejo con sarcasmo—. ¿Y porque recortar a la mitad del personal?

—Dicen que fue por las princesas. Tal vez estén enfermas y no quieren que todos pesquen el virus.

—Un despido no es un día libre. Además, ¡se han quedado con la mejor parte de los trabajadores!

—Pues yo escuché gritos el día de ayer—dijo una mujer pequeña y regordeta—. La princesa Anna hizo de las suyas y... algo le habrá pasado.

Trilogía: A Través Del TiempoWhere stories live. Discover now