42 Princesas desdichadas

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Llegarían a Arendelle cuando el cielo estuviera pintado de naranja y rosa, con el sol cayendo en silencio y las nubes manchando con su blanco los rayos suaves y calientes del fin de la tarde. Ese día no se esperaba ninguna celebración ni baile. Al inicio del fin de semana llegó con el viento una nota hasta la ventana de la princesa, y ella anunció al pueblo que la reina pronto estaría de vuelta. Por lo tanto, sabiendo de su cansancio, y con cosas urgentes que hablar a solas, pospuso la fiesta de su regreso indefinidamente. Mientras, los criados limpiaron los jardines y el gran salón, las pueblerinas barrieron sus calles, los hombres juntaron leña, los vendedores cerraron temprano sus negocios y se mandó un mensaje a los recolectores de hielo para volver lo antes posible. Con la puesta de sol llegó el descanso, y la protagonista de este capítulo terminó por fin de limpiar la habitación abandonada que le asignaron al ser contratada.

—Debo decir que estoy impresionada—le dijo Gerda paseándose por el salón, escuchando con satisfacción el taconeo de sus zapatos hacer eco—. Creí que te rendirías en los primeros días, pero lo has conseguido.

La empleada le sonrió con fastidio, imaginándose sus gruesas manos alrededor del delgado cuello del ama de llaves.

—Debes estar orgullosa de ti.

—Estoy más cansada de usted.

Gerda le sonrió de lado, acostumbrada a sus contestaciones y altanería. No le agradaba, desde que la vio cruzar el portón con Anna supo que sus sentimientos no cambiarían. No le gustaban sus ostentosos vestidos, su cabello platinado y alocado, su lunar debajo del ojo, su gordura provocadora y mucho menos su mirada mustia y su lengua filosa. Sin embargo, sabía reconocer un buen trabajo al verlo, y aunque para alcanzarlo tuvo que vigilarla de cerca y suplicarle a la princesa reducir sus visitas, todo valió la pena. El salón estaba impecable, y el aspecto cansado y sucio de la criada rebelde hacían tolerable sus groserías.

—Hiciste un trabajo excelente, ¿y cuánto te costó? ¿Despertar a tiempo y una uña rota?

La sonrisa falsa desapareció.

—Fue excesivo, e injusto —le reclamó.

—Por favor, si es uno de los salones más pequeños del castillo.

—¡Y tenía basura de siglos! No era trabajo para una sola persona. Perdí tres uñas y cinco kilos.

—Te hacía falta.

—Óigame, soy capaz de arrancarle los pocos pelos que le quedan en la cabeza si me sigue provocando.

Gerda ahogó un grito. Se acomodó el gorro verde antes de poder reprimir el impulso. La joven sonrió con sorna.

—He venido a felicitarte, ¿no eres capaz de comportarte por un momento?

—Oh, me estoy comportando. Aún tiene cabello.

—Suficiente, vete de aquí —sentenció Gerda, irguiéndose para recalcarle su altura.

—No se preocupe, ya me iba.

—Me refiero al castillo. Estás despedida.

La joven paró su caminar. Se volvió boquiabierta, buscando si enfurecerse, ofenderse o alegrarse.

—P-pero —comenzó a tartamudear.

—O puedes disculparte.

La madrina pareció pensarlo. Fijó los ojos en la orilla del suelo y apretó los labios, evaluando sus opciones. Mientras los segundos pasaban su ceño se fruncía un poco más.

—Además —siguió Gerda—, trabajarás en una posición inferior en la que no me molestes ni a mí, ni a la princesa.

—¿Sabe lo que puede hacer con su disculpa?

Trilogía: A Través Del TiempoWhere stories live. Discover now