42 Princesas desdichadas

Comenzar desde el principio
                                    

—Basta. Recoge tus pertenencias y sal del castillo antes de que la princesa regrese.

—Prefiero esperarla.

—¡Fuera!

—Tendrá que sacarme.

—¡Guardias! —Llamó Gerda sin inmutarse. La joven dio media vuelta y salió corriendo, alzándose las faldas verdes y enormes.

—¡Vieja bruja! —le gritó antes de doblar por el pasillo y perderse de su vista para siempre.

—¡Guardias!

Siguió escuchando los gritos de la vieja Gerda a la distancia, por suerte, a pesar de su aspecto, era rápida y pronto ya no fue capaz de escucharla. Lo que sea que tardaran los guardias en acudir en su auxilio era suficiente para lograr su escapen. No iban a atraparla. Tenía tiempo para buscar un escondite y esperar a que Anna llegara. Aunque, dado sus insultos, no creía que la princesa fuera a salvarle el empleo. Eran amigas, sí, pero Gerda era su segunda madre. Al momento de escoger no escogería a su madrina. Nunca nadie escoge a la madrina por mucha ayuda que haya sido. Un par de caprichos cumplidos y se vuelven tan inútiles como cualquier cosa.

Tal vez lo mejor era tomar sus cosas y salir corriendo, pensar en otra estrategia para lograr su misión. Aunque aquello significara que todo su esfuerzo, todo aquel salón reluciente fueran un trabajo inútil.

Podría haber sido más amable, amigable, dejarse pisotear un poco por el ama de llaves y las demás criadas. Pero no lo valía. Ningún trabajo ni ningún favor ni nadie valía la pérdida de su orgullo. Si tanto le costó construirlo no lo sacrificaría ni en chiste.

—Ni siquiera quería trabajar—susurró para sí misma, mientras se cambiaba de ropa en el cuarto de criadas.

—¿Hoy saldrás de nuevo? —Preguntó una voz a sus espaldas. Era Astrid, una empleada a la que le caía bien.

—Me despidieron, linda. Estoy empacando.

—¿No esperarás a la princesa? Seguro intercede por ti, le agradas mucho.

—No quiero causarle problemas.

—Qué lástima. Unas horas más y habrías conocido a la reina.

—Será en otra ocasión, pero ten por seguro que lo haré —contestó metiendo su único otro vestido en una pequeña bolsa, fastidiada.

—¿Traías ese equipaje cuando llegaste? —habló de nuevo Astrid, acercándose—. Que lindo edredón, ¿cómo te cabe en una bolsa tan pequeña?

—Creo que aquí nos despedimos. —La madrina le dio un fuerte abrazo y un beso tronado en la mejilla. Astrid se sonrojó y la estrujó con fuerza.

—¿Nos veremos en la celebración?

—Suena divertido. Ahora vete, Gerda debe estar furiosa y si no te ve trabajando se desquitará contigo.

Se dieron un último apretón y Astrid se fue, segura de que un reino tan pequeño no tardaría en volvérsela a topar. La mujer volvió a borrar su sonrisa y dobló su cobija rosada tan pequeña como pudo, enrollándola en sí misma y maldiciendo en voz baja. Su bolso estaba por reventar y se veía ridículo. Una última vergüenza que terminaría pronto, en cuanto no hubiera moros en la costa.

Con el edredón bajo el brazo y su ridícula maletita en la mano contraria salió de la cárcel que fue su casa durante las últimas semanas y caminó con cautela hasta las escaleras principales. Al frente se alzaban los portones. Unos pasos y sería libre de aquel papel. No del de fracasada. Tendría que volver. No sabía cómo podría lograr su encargo de un modo diferente. Ese había sido su plan perfecto. Anna la pieza perfecta.

Trilogía: A Través Del TiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora