—Yo también. Pero... apenas he despertado. No ha pasado tanto tiempo.

—La bella durmiente.

—¡Ay, cállate! ¿Qué se suponía que hiciera? Elsa podía verme y ya le había metido en la cabeza las ideas que la pondrían en riesgo. No podía regresar a decirle que todos iban a odiarla, que escondiera, no sintiera y todas esas porquerías, tenía suficiente con sus estúpidos padres. ¡Yo tengo que ayudar a los niños del mundo! ¡Yo tenía que ser la esperanza! Pero como siempre, no tengo idea de cómo se supone que haga mi trabajo. Soy invisible, ¡maldita sea!

Soltó un último grito de frustración al cielo, alzando los brazos y maldiciendo a quien lo había llevado hasta allí, sin saber que era yo. Una vez todo fuera, pateó la tierra por última vez y se dejó caer al suelo, mirando el cielo claro de la mañana. Esa noche se cumpliría un día desde el nuevo accidente. Sentía que habían pasado décadas, al mismo tiempo todo iba muy rápido como para que pudiera hacer algo al respecto además de gritarle a Pabbie.

Sintió de nuevo su presencia junto a él. Lo miró de reojo, el redondeado apenas giró un poco su cuerpo y ya estaba acostado de la misma forma, mirando la inmensidad del mundo.

—No tienes la responsabilidad de lo que está pasando, Jack.

El muchacho sintió un nudo en la garganta. Su enojo se volvía culpa.

—He estado dormido desde que hablamos, sí, pero no sólo fue por Elsa. No podía soportar más tiempo siendo invisible, Pabbie. Lo fui toda mi vida. Durante trescientos años nadie pudo verme, y cuando por fin alguien lo hizo, cuando me nombraron un guardián y ya tenía una misión... Volví a lo mismo.

—Eres un guardián —dijo Pabbie para sí mismo, uniendo las piezas del rompecabezas del misterioso a su lado.

—Soy un guardián. Un espíritu. Un ser poderoso e inmortal que no pudo soportar que otra niña dejara de creer en él. Otra niña que de todos modos iba a hacerlo cuando creciera. Soy un inmaduro, y me fui a dormir seguro de que cuando despertara las respuestas estarían frente a mí, yo podría volver a casa y olvidarme de todo.

—¿Qué te lo impide?

Al no poder contestarle con la verdad sin tener que dar explicaciones la mente de Jack viajó a una verdad de la que no se había percatado: no había probado el portal. Ni siquiera lo llevaba con él, lo había dejado en el baúl en el que había dormido. Podía repetirse lo que decía cuántas veces quisiera, pero desde que había despertado un solo pensamiento inundaba sus acciones. Su amiga: quien lo había olvidado, quien era mucho más poderosa y al parecer no necesitaba que la cuidaran, estaba en peligro.

—Elsa —contestó con pena, visualizando a la pequeña vestida de azul que le llegaba a la cintura—. No puedo irme hasta que sepa que estará bien. Ya no me importa la razón por la que estoy aquí, sólo quiero ayudarla.

—¿Irás tras ella?

—Otros lo han hecho y no puede verme. Por ahora creo que tengo que esperar a que la traigan de vuelta o la dejen en paz. Entonces sabré que hacer.

—Entonces, por ahora sólo podemos esperar.

—Por primera vez no me molesta lo que propones.

Ambos se sonrieron y miraron de vuelta al cielo.

Anna y Hans ya deberían de haber llegado a Elsa. Pronto tendrían noticias si eran paciente.

Hans. Aun le resultaba extraño. No podía evitarlo, no lo conocía.

Bajito, para que no lo escuchara, Jack movió los labios:

—Viento, ve con ella.

Los árboles se agitaron, la ráfaga les pasó por encima. Pabbie lo miró de reojo una vez pasó el aire, Jack tenía los ojos cerrados. Lucía demasiado niño, como un muchachillo de verdad a pesar de su pelo blanco y su palidez antinatural. Supo que, por dentro, Jack Frost siempre sería eso. Después de todo era un espíritu, y los espíritus no envejecían. Era la niñez que perdían los niños, el único capaz de dárselas de vuelta. Era la esperanza y seguía siendo un gran amigo, a pesar de todo.

Trilogía: A Través Del TiempoWhere stories live. Discover now