Los estaba dejando en paz. Se alejaba de ellos para evitar lastimarlos, y a ella ya nadie podía hacerle daño.

Se miró la mano que aún tenía enguantada. El aire comenzó a dar vueltas a su alrededor, su cabello se sacudió con expectación, su corazón latió con fuerza y en sus labios se alzó una sonrisa.

Ya lo sabían.

Se sacó el guante.

Y lo dejó ir.

Dejó ir todo.



Había muchas cosas que Elsa escondía además de sus poderes. Secretos que había guardado de todos en el castillo, incluido su padre. La primera es que corría. Correr la calmaba, le ayudaba a escapar y evitar los ataques de histeria donde se veía incapaz de dejar de temblar, de llorar, de temer a aquello que no podía controlar. Corría por su habitación, de un lado a otro; corría por el patio trasero en las noches de insomnio, cuando nadie tenía permitido salir de sus habitaciones; y a veces, corría fuera del castillo. Era muy extraño que se lo permitiera, sólo lo había hecho cuando necesitaba calmar su ansiedad con desesperación y así evitar una catástrofe, o cuando, por el contrario, encontraba un pequeño momento de felicidad. Porque cuando raramente experimentaba felicidad, era cuando mejor podía controlar su poder. Entonces se aventuraba por el mismo hoyo detrás del rosal por el que ella y Anna solían escabullirse de pequeñas y corría por los límites del castillo, entre piedras y guijarros, con el mar sacudiéndose a centímetros de ella. Había caído algunas veces, una ola la había revolcado, pero siempre volvía a levantarse, alegre, riendo, sintiéndose patética, ilusa y llena.

Jamás había cruzado el puente que daba hacia el pueblo, hasta en sus acciones irresponsables tenía sus límites, y poner a alguien además de sí misma en riesgo jamás lo consideraría siquiera. Volvía a su habitación cuando el cielo comenzaba a aclararse apenas, cuando el negro se transformaba en morado y en el agua comenzaba a dibujarse su reflejo. Podía contar con los dedos de una mano sus escapadas nocturnas fuera de los límites, los momentos en los que no se odiaba del todo, en los que se olvidaba de Anna o la muerte de sus padres no la atormentaba con lo que representaba en su futuro.

Los momentos en los que había sido egoísta.

Correr la llenaba de vida. Y ahora, en la montaña, corría. Contra el viento que habría derribado a un ejército, sobre la nieve que había dejado varadas a tropas completas. Corría porque se sentía viva, y por una vez en su vida, la claridad del cielo, el inicio de un nuevo día, no iba a detenerla.

Y claro, sus manos desnudas no dejaban de moverse a su alrededor. La nieve se alzaba, el viento rugía, los copos de nieve adornaban su alrededor. Con dos vueltas de su mano hizo un muñeco de nieve y siguió andando, brincando y bailando. Pronto la capa le estorbó también y sin ningún segundo pensamiento se despojó de ella y la dejo ir volando.

Ya no había miedos que la controlaran. Sola no había nada que temer. Iba a probar por fin de que era capaz, lo que podía hacer, sin preocuparse si estaba bien o mal, sin seguir ninguna regla, mantra, promesa o amenaza.

—¡Soy libre! —Gritó al mundo entero e hizo uso de su segundo secreto.

Le encantaba dibujar. Cuando terminaba con sus lecciones de pequeña, cuando no quería salir de su cuarto y se aburría de estar horas sin nada que hacer había descubierto que tener un pergamino, pluma y tinta podían entretenerla por horas. Había dibujado cada rincón de su habitación, cada perspectiva, cada objeto. Cuando se veía obligada a salir o a tomar el sol había dibujado los pasillos, los vestidos de las criadas, los árboles y las fuentes. Con el paso de los años había logrado resultados realmente buenos. Aprendió a dibujar rostros. Jamás el que quería, no recordaba lo suficiente, y una pequeña caricatura minimalista que guardaba en el fondo de su cajón no era referencia suficiente.

Trilogía: A Través Del TiempoWhere stories live. Discover now