De nuevo tú ©

By Itssamleon

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«La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse.» -Oscar Wilde More

De nuevo tú
ADVERTENCIA
Prefacio
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Epílogo
Agradecimientos

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By Itssamleon

Estoy sentada sobre la cama en la que Bruno duerme, en un camisón de dormir que, si bien es delgado —y muy... muy... revelador— ni siquiera es tan cómodo como aparente. Para mi mala suerte, es esto o unos vaqueros... o un vestido de noche porque no tengo nada de ropa limpia todavía.

Me digo a mí misma que, cuando me ponga el cárdigan que tengo entre los dedos —ese negro que me regaló mi tía Ofelia la navidad pasada y que me llega hasta las rodillas—, no me sentiré tan expuesta.

La cosa es que no estoy lista para salir de la habitación y encontrarme de frente con Bruno.

Había estado haciendo un excelente trabajo evitándome y, ahora que sé que está allá afuera, no sé si estoy lista para enfrentarlo. Para mirarlo a los ojos y pretender que su silencio no me hizo añicos el orgullo y la dignidad.

No sé qué esperaba que pasara luego de nuestro contacto de la última vez, pero, definitivamente, no era lo que sucedió. Supongo que una parte de mí —esa que sigue siendo una soñadora y una romántica empedernida— esperaba que Bruno me cerrara la boca. Que me demostrara que, después de todo, no lo conozco lo suficiente y que es de esa clase de hombre que es capaz de no huir despavorido luego de un beso.

Pero la realidad es que Bruno Ranieri no es un príncipe azul. Es más bien una rana... No... Un sapo. Uno peligroso, venenoso e indeseable. Uno que evitó todo contacto conmigo durante una semana entera. Que ni siquiera se molestó en enviarme un mensaje para que no lo esperara despierta, y me dejó un justificante médico como pago por la sesión de besos intensos que nos dimos horas antes.

Durante los días siguientes, le envié un par de mensajes escuetos —que realmente necesitaban ser enviados—, con la esperanza de obtener una reacción. Lo único que conseguí fueron un par de mensajes lacónicos de regreso y una dignidad aún más lastimada —si es que eso es posible—. Es por eso que esta noche, luego de que bajé del auto de Karla y su novio y recibí su mensaje, me molesté tanto.

No me cabe en la cabeza cómo diablos es que tuvo la osadía de escribirme —como si nada hubiese pasado— para preguntarme si quería que saliera a esperarme con un paraguas.

Una punzada de ira me atraviesa de lado al lado y aprieto la mandíbula.

Ese hijo de...

Un suspiro largo se me escapa y cierro los ojos, al tiempo que niego con la cabeza. Trato de decirme que no vale la pena. Que Bruno Ranieri resultó ser otra clase de patán. Una distinta a la de Arturo; pero patán al fin y al cabo.

Con ese pensamiento en la cabeza, me obligo a ponerme de pie y a colocarme el cárdigan encima. Luego de que lo hago, me miro en el espejo solo para cerciorarme de que nada de lo que hay debajo puede verse y hago un par de movimientos de precaución, solo para ver si es capaz de ponerme en apuros si se mueve demasiado.

Cuando me aseguro de que todo está en orden, salgo de la habitación —con los lentes en una mano y mi cepillo para el cabello en la otra— hasta llegar a la sala.

Bruno se encuentra de pie frente al ventanal de la estancia, sin camisa, de espaldas a mí. Durante un segundo, no puedo evitar mirarle la espalda ancha y las caderas estrechas.

El cabello húmedo se le enrosca en todas direcciones, mostrándome esa naturaleza rebelde que portaba orgullosamente cuando perdí la cordura por él a mis dieciséis.

No puedo evitar pensar en cuánto he cambiado desde entonces y, al mismo tiempo, no he dejado de ser la misma. Ya no soy la chiquilla idiota que idealizó a un chico inmaduro y grosero. Ahora soy la patética mujer que pensó que, en el fondo, ese chico podía ser quien ella idealizó. Esa que creyó que, debajo de todas esas capas de hostilidad, Bruno Ranieri albergaba algo de decencia.

Me mojo los labios y me remuevo, incómoda ante la decepción que me provoca el hilo de mis pensamientos.

—La ducha está libre —digo, en voz lo suficientemente alta como para que me escuche y, sin darle tiempo de decir nada, me echo a andar hacia la cocina para cenar algo...

...Y también para esconderme de él.

En tiempo récord, me las arreglo para engullir un plato de cereal, una manzana y un par de galletas oreo solo porque la tentación era demasiada.

Para el instante en el que Bruno se introduce en la estancia, ya estoy deglutiendo la última galleta, así que, sin dirigirle la palabra ni mirarlo, me echo a andar hacia la salida.

Cuando paso a su lado, me sostiene por el brazo con suavidad. Pese a eso, me aparto con violencia y clavo mis ojos en los suyos.

Un escalofrío me recorre entera solo porque soy híper consciente de cuán imponente es Bruno. De lo varonil y masculino que es y de la forma en la que me mira; como si hubiese encontrado la caja de Pandora en mi interior y estuviese deseoso de abrirla.

—La próxima vez que se te haga así de tarde, llámame y paso a recogerte —dice y otra punzada de ira me calienta las venas.

De pronto, no sé por qué me siento así de molesta e inevitablemente, suelto un sonido a medio camino entre un bufido y una risotada cruel.

—¿Cuándo? ¿Antes o después de que me evites toda la semana? —siseo, con brusquedad, pese a que no pretendo sonar así de amarga—. ¿Antes o después de que me dejes esperando por ti como idiota hasta la madrugada como la otra noche?

—Andrea...

—Mira, Bruno... —lo interrumpo, al tiempo que alzo una mano, en señal de silencio—, no me interesa escucharte. Creo que todo ha quedado bastante claro, así que ni siquiera te molestes.

—¿Qué es lo que crees que ha quedado claro, Andrea? —Él replica, con dureza—. ¿Que soy un cabrón? ¿Un hijo de puta? ¿Un cobarde? ¿Eso ha quedado claro? —Niega con la cabeza—. ¿Qué hubiera pasado si hubiese vuelto a casa temprano? ¿Te habrías acostado conmigo? —La manera en la que escupe las palabras, sin pudor alguno, hace que mi cara comience a calentarse pese al enojo que me hierve en las venas—. ¿Y luego qué? —Suelta una risa corta, pero carente de humor—. Si hubiese regresado a terminar lo que empezamos, seguro como el infierno que las cosas entre nosotros habrían terminado muy mal.

—¿Por qué? —escupo—, ¿Por que la tonta y enamoradiza Andrea va a obsesionarse contigo el resto de sus días?

—¡Porque no eres el tipo de mujer con el que quiero una aventura! —espeta y sus palabras queman con tanta intensidad, que el aliento me falta y un nudo comienza a formarse en mi garganta.

Aprieto la mandíbula, enmudecida por la fuerza con la que sus palabras me golpean, y parpadeo un par de veces para eliminar la picazón en mis ojos. Esa previa a la humedad de las lágrimas.

Trago duro, sin apartar la mirada de la suya y, entonces, luego de una eternidad, asiento y me echo a andar hacia mi habitación.

El aliento me falta mientras avanzo a toda velocidad, pero me obligo a mantener el ardor que siento en el pecho a raya, porque no voy a permitirle hacerme daño. Porque Bruno Ranieri no va a añadir una herida más a la lista.

—¡Andrea! —Le escucho llamarme, pero no me detengo.

Sé que viene siguiéndome los pasos de cerca, así que me apresuro hasta llegar al pie de las escaleras que dan a mi habitación improvisada.

Es en ese momento —cuando estoy de pie sobre el primer escalón—, que me vuelvo sobre mi eje para encararlo y decir con firmeza:

—No me sigas. No quiero que subas a mi habitación. Buenas noches.

Le doy la espalda y me echo a andar una vez más.

Durante un doloroso instante, creo que he conseguido huir de él. Que ha comprendido el mensaje y se ha dado por vencido; sin embargo, está muy lejos de eso.

Ahora mismo, puedo escuchar sus pisadas firmes y violentas por las escaleras detrás de mí. Tengo que girar sobre mi eje cuando llego a la planta alta e interponerme en su camino para evitar que suba por completo.

—Te he dicho que no quiero que subas —suelto, con brusquedad, pese a que me siento cohibida ante su imponente altura y lo profundo de su ceño fruncido. No soy una chica baja de estatura. Mido mi buen metro con sesenta y cinco centímetros y, de todos modos, a su lado soy bastante pequeña. Con todo y eso, me las arreglo para erguirme sobre mí misma, alzar el mentón y obligarme a terminar—: Si yo soy capaz de respetar tus espacios y de invadirlos lo menos posible, creo que tú también puedes hacer lo mismo.

—Andrea, lo lamento, ¿de acuerdo? —dice, exasperado—. Lamento muchísimo haber complicado las cosas. No era mi intención que llegáramos a esto.

—Bruno, por favor, ya déjalo estar —replico, irritada y dolida porque, ahora, no solo me ha dicho que no soy lo suficientemente atractiva para él como para mantener una aventura conmigo; sino que, además, me ha pedido disculpas por haberme besado. Me ha dicho que no era su intención hacerlo.

—Si pudiera regresar el tiempo...

—Bruno, por favor, cierra la boca —lo interrumpo—. Me ha quedado clarísimo que no soy el tipo de mujer con el que quieres una aventura. Que soy torpe, molesta y que tiendo a obsesionarme. Sé que no soy guapa y mucho menos seductora, como tu amiga, la del otro día. —No pretendo sonar así de herida, pero lo hago de todos modos—. Pero, por favor, por el amor a mi dignidad y a mi orgullo, no me pidas disculpas por haberme besado. Mucho menos digas que "si pudieras regresar el tiempo lo evitarías"... o lo que sea que ibas a decir. Miénteme un poquito y hazme creer que, al menos, de eso no te arrepientes.

Su mirada se oscurece. El corazón me da un vuelco cuando la seriedad se apodera de su rostro y me observa con una determinación que me eriza los vellos de la nuca.

—¿Eso es lo que crees que quise decir? —dice, en voz baja y ronca, al tiempo que sube un escalón más, haciéndome retroceder. Esta vez, en toda su altura, me hace sentir diminuta y frágil—. Andrea, yo no quiero una aventura contigo no porque no seas guapa, porque, créeme, distas mucho de ser otra cosa que no sea preciosa. Tampoco porque crea que no eres seductora; porque, por si no te has dado cuenta, me has puesto duro más veces de las que me gustaría admitir. —El rubor se ha apoderado de mi rostro, pero no aparto los ojos de los suyos. Ni siquiera cuando se acerca tanto que tengo que alzar la cara para sostener su mirada—. No quiero una aventura contigo, porque mereces algo distinto. Algo que yo no puedo darte.

Parpadeo un par de veces.

—No soy un hombre de romance. No creo en el amor, ni en las almas gemelas. No quiero una relación seria. No sé si algún día querré una... —Niega con la cabeza—. Y, ciertamente, tú no te mereces eso.

El escozor que me provocan sus palabras en el pecho es casi tan ardiente como el nudo que tengo en la garganta.

Quiero que se vaya. Que me deje en paz y deje de pensar que soy lo suficientemente tonta e ilusa como para no saber qué clase de hombre es él y qué clase de relaciones mantiene.

Sé que Bruno no busca nada serio. Que no se necesita conocerlo de hace mucho para saber que no hay espacio en su vida para una mujer. Mucho menos si esa mujer es alguien como yo...

... Y, de todos modos, sé que tiene razón. Que, de alguna manera, sería imposible para mí llevar algo así con él porque soy una romántica empedernida. Alguien que terminaría enamorándose y arruinándolo todo.

Está en lo correcto. No lo tengo en mí. No es parte de mi naturaleza.

Deberías intentarlo. Quizás, es lo que necesitas. La vocecilla insidiosa en mi cabeza no deja de susurrarme, y aprieto la mandíbula y los puños.

En ese momento, como si hubiese sido liberado de su prisión recóndita en mi cerebro, un recuerdo me invade el pensamiento. Es siniestro. Doloroso.

En él, estoy lloriqueando. Pidiéndole a Arturo que se detenga y deje de tocarme como lo hace.

A ese, le sigue otra imagen tortuosa. En esta, estoy llorando en el baño de un motel caro. Arturo está afuera, furioso porque intentó estar conmigo y, de nuevo, el dolor me petrificó por completo.

En el siguiente, estoy mirando el suelo sucio y resquebrajado de otro motel. Este, en una zona peligrosa de la ciudad. Más económico. Arturo se viste y yo aferro las sábanas contra mi cuerpo mientras lloro.

Me ha llamado frígida. Ha dicho que lo mío equivale a una disfunción eréctil y, que si no puedo darle lo que necesita, lo buscará en otro lugar. Que él ha hecho todo bien y que, si no soy capaz de disfrutarlo, entonces es mi problema.

En este recuerdo, me dice que espera que, para nuestra noche de bodas, pueda cumplir con mi deber marital y la mortificación solo consigue hacerme coger el bote de basura junto a la cama para vomitar dentro de él.


—Andrea... —La voz de Bruno me trae de vuelta al aquí y al ahora, pero no puedo responderle de inmediato, así que me limito a mirarlo un segundo antes de espabilar.

El corazón me ruge contra las costillas, y un millar de sentimientos y sensaciones me invaden el cuerpo.

Sé que la terapia que ayudó mucho al respecto. Que me di cuenta de que podía disfrutarme a mí misma si me tocaba por mi cuenta. Hablar sobre lo que ocurría conmigo cada que intentaba intimar con Arturo me hizo saber que no había nada malo en mí. Que es algo que, con el tiempo, terapia y paciencia, he podido empezar a entender.

Con todo y eso, mi inexperiencia no deja de ser un impedimento para mí. Un tabú que ya me he hecho de mí misma y que me ha mantenido alejada de los hombres desde que tomé la decisión de dejar a Arturo.

No puedo decirle a Bruno Ranieri que jamás en mi vida he estado con un hombre. Mucho menos que todos los músculos de mi cuerpo entran en total rigidez ante la sola idea de tener intimidad con un hombre, pero que, por alguna extraña razón, no ocurre cuando me lo hago a mí misma. Cuando exploro mi cuerpo y todo aquello que alguna vez fue prohibido siquiera imaginar.

Es por eso que, presa de una desazón horrible y un dolor apabullante en el pecho, sacudo la cabeza en una negativa y digo:

—¿De verdad crees que soy tan estúpida como para no tener en claro qué clase de hombre eres, Bruno? ¿Que clase de relaciones mantienes? —Sueno derrotada y así me siento. Harta de todo esto. De que todo me salga mal siempre. De que no pueda tomar una buena decisión en la jodida vida y todo sea siempre tan complicado—. ¿Acaso crees que yo busco algo serio con alguien como tú? —Sacudo la cabeza, pese a que no deja de dolerme la garganta—. Solo quería un polvo. Pasar el rato... Pero lo arruinaste. Lo sigues arruinando. Así que, por favor, ya mejor déjalo estar y déjame ir a la cama.

De pronto, algo en la expresión de Bruno se transforma. Su gesto luce fiero y determinado. Como si algo de lo que dije hubiese encendido un fuego extraño en él.

—¿Eso querías entonces? —dice, con la voz enronquecida y un escalofrío me recorre entera— ¿Pasar el rato? ¿Follar conmigo y nada más?

Aprieto la mandíbula, aterrada ahora ante la perspectiva de que esté dispuesto a darme lo que pido. Horrorizada ante la perspectiva de que no lo haga. De que no quiera ponerme las manos encima como el otro día; porque, pese a que sé que nunca he podido culminar el acto como tal, nunca nadie me había hecho sentir lo que Bruno Ranieri solo con sus besos.

—¿Importa ya?

—¿Eso querías, Andrea? —repite y aprieto la mandíbula con violencia—. Porque, si eso es lo que quieres, con gusto puedo dártelo.

Una carcajada incrédula y amarga se me escapa sin que pueda evitarlo.

—¡Vaya! ¡Qué considerado, muchas gracias! —me burlo, cada vez más furiosa, antes de dedicarle mi mirada más hostil y escupir—: Vete al demonio, Bruno.

Me giro sobre mis talones, dispuesta a marcharme, cuando él me sostiene por la muñeca. Estoy a punto de tirar de su agarre para liberarme, cuando, de pronto, su tacto firme se transforma en uno delicado, con las yemas de los dedos justo donde el pulso me late arriba del pulgar.

El corazón me va a reventar, pero se da el lujo de saltarse un latido cuando siento cómo el cuerpo de Bruno se pega al mío por la espalda.

Su cabeza se inclina hacia adelante y empuja la mía con suavidad hacia a un lado, para permitirse la libertad de olisquearme el cuello.

Su mano —con la que me tocaba la muñeca— sube por la longitud de mi brazo y, cuando llega a mi hombro, me aparta el cabello lejos para tener entrada libre a la piel de la zona.

—Te deseo como no tienes una idea —susurra contra mi oído y las rodillas me fallan mientras envuelve, de manera posesiva, un brazo alrededor de mi cintura—. Te veo y solo puedo pensar en todas las formas en las que podría tocarte. En lo que haría después de tocarte si tuviese oportunidad. —Hace una pequeña pausa que me permite percatarme de la forma en la que mi pulso golpea detrás de mis orejas y, entonces, planta sus labios en la piel caliente detrás de mi oreja para luego decir—: Así que, Andrea, si eso es lo que quieres de mí, puedo dártelo. Eso y nada más.

El corazón me va a estallar. Las manos me tiemblan y un nudo de terror y ansiedad se ha apoderado de mi estómago.

—Bruno, yo... —apenas puedo pronunciar y, por primera vez, sueno aterrorizada.

—Lo sé —me interrumpe, con suavidad y la forma tranquilizadora en la que habla hace que el corazón se me encoja. De cualquier modo sé que no tiene ni idea.

Él cree que sabe lo que ocurre, pero la realidad es otra. Más cruda de lo que me gustaría admitir.

Me giro sobre mi eje para mirarlo a los ojos. Su aroma a jabón, crema para afeitar y perfume caro me inunda las fosas nasales. De pronto, no puedo dejar de imaginarlo besándome de nuevo. Tocándome con esas manos grandes que posee. Recostándose sobre mí como la última vez...

El terror aún me atenaza las entrañas, pero la vocecilla en mi cabeza que me susurra que fui más de un año a terapia y que he recorrido un largo camino de rehabilitación, me envalentona un poco. Solo un poco... Es por eso que, presa de esa valía, envuelvo una mano sobre la nuca del hombre que, gustoso, une su frente a la mía y, sin más, lo beso.

Él me corresponde de inmediato pero, cuando su lengua busca la mía, me aparto para mirarlo a los ojos. Su expresión es ardiente, deseosa y oscura.

—Si te pido que te detengas, vas a detenerte —digo, firme, pero con un hilo de voz.

Los ojos del chico frente a mí se entornan, confundidos.

—Por supuesto —susurra—. Créeme que no tengo intención alguna de forzar a nadie a nada. Jamás.

—Hablo en serio —digo, con total seriedad.

Él asiente, al tiempo que una especie de entendimiento que me aterra le inunda las facciones.

—Yo también lo hago —dice, en voz tan baja y suave, que me quedo sin aliento unos instantes.

Con todo y eso, le regalo un asentimiento duro, aún sintiéndome asustada ante lo que quiero experimentar.

—Solo... —digo, sin aliento—. Me aseguraba.

Él me aparta un mechón rebelde de cabello lejos del rostro y me lo coloca detrás de la oreja.

—Lo sé —musita, y, de manera inevitable, mis párpados se cierran.

Sus dedos cálidos y ásperos se deslizan por mi mejilla hasta apoderarse de mi barbilla y me obliga a levantar más el mentón, de modo que puede encontrar mis labios con los suyos.

El contacto al principio es tan suave, que me quedo quieta unos instantes antes de que la presión ejercida por su boca aumente. Su lengua encuentra la mía en un beso lento y profundo, y el sabor a menta de su contacto me llena los sentidos.

Las manos de Bruno me acunan el rostro, y la sensación suave de sus dedos contra la piel de mi cuello y mandíbula, me pone la piel de gallina.

Una estela de besos ardientes hace su camino hasta el punto en el que mi cuello y mi mandíbula se unen. Mi boca se abre en un grito silencioso cuando la suya succiona la piel caliente y sensible de la zona.

Mis manos se cierran en el material de la remera blanca que lleva puesta y él envuelve un brazo alrededor de mi cintura para empujarme con suavidad hacia los sillones mullidos.

En el proceso, me besa de nuevo.

Cuando mis pantorrillas chocan con el más cercano de ellos, suelto un grito ahogado de la impresión y Bruno suelta una risita suave contra mis labios.

Inevitablemente, una risa boba se me escapa a mí y él me acalla con un beso más profundo que el anterior. Sus manos se apoderan del borde del cárdigan que me cubre y, es hasta ese momento, que recuerdo lo que llevo puesto debajo y me aparto de él con brusquedad.

Nuestras frentes se unen cuando, con lentitud, empuja el material fuera de mis hombros y este cae sobre el sillón antes de deslizarse hasta el suelo.

Los ojos de Bruno me miran de arriba abajo y la miel en ellos se enciende y se oscurece. De pronto, soy plenamente consciente de la forma en la que el material delgado del camisón se me pega al cuerpo. En la manera en la que la tela suave abraza cada curva de mí hasta detenerse a una altura escandalosa sobre mis muslos.

—Pero mira nada más qué tenemos por aquí... —susurra, con la voz enronquecida y un nudo de anticipación me atenaza el vientre.

Me mira a los ojos y esboza una sonrisa peligrosa.

—¿Te pavoneabas por el apartamento con esto puesto y no pensabas hacérmelo saber? —dice, en voz tan baja, que apenas puedo escucharlo.

—No tengo un pijama decente para esta noche —balbuceo, cuando hunde la cara en el hueco entre mi cuello y el hombro—. Necesito lavar.

—Por mí ándate desnuda por todo el apartamento si así lo deseas, Andrea —murmura, al tiempo que ancla sus manos en mis caderas las desliza hacia arriba, por la curvatura de mi cintura—. Dios sabe cuánto he fantaseado con verte desnuda.

El calor me invade el rostro con sus palabras, pero no me da tiempo de procesarlas, porque ya ha empezado a besarme el cuello de nuevo y sus manos se han ahuecado sobre mis pechos.

Un sonido suave se me escapa de los labios cuando sus pulgares acarician las turgentes cimas y mis ojos se cierran con fuerza cuando sus dientes mordisquean la piel de mis clavículas.

Entonces, me empuja con lentitud hasta que quedo recostada sobre el sofá, con su cuerpo sobre el mío y el pulso latiéndome como loco detrás de las orejas.

Nuestros labios se encuentran una vez más en un beso ardiente, más urgente que el anterior y, de pronto, siento cómo sus dedos se deslizan por la longitud de mis muslos. Cuando alcanzan el borde del camisón, el corazón me da un tropiezo; pero no dejo que eso me amedrente y le permito empujar el material un poco más arriba de lo que ya se encuentra. Es en ese instante, cuando sus besos descienden hasta mi escote y sus pulgares se enganchan en mi ropa interior.

Una punzada de pánico me atraviesa de lado a lado, pero, de todos modos, alzo las caderas para permitirle retirar el material de un movimiento.

La velocidad con la que está ocurriendo todo empieza a agobiarme y, de pronto, me siento ansiosa. Aterrada de lo que sigue.

Bruno se instala entre mis piernas abiertas y me tenso por completo. Él, pese a eso, no parece percatarse de ello y vuelve a besarme. La manera en la que se da el contacto hace que me tranquilice un poco —y que olvide que me siento increíblemente desnuda— y, cuando sus manos regresan hacia mis pechos, termino por relajarme de nuevo.

El escote del camisón permite que Bruno sea capaz de empujar uno de los tirantes hacia a un lado, dejando al descubierto parte de mi pecho. Él besa el lunar blanco que tengo en la piel cercana al pezón de uno de ellos, para luego apoderarse de él y torturarlo con la lengua.

La explosión placentera que estalla en mi cuerpo hace que mi espalda se arquee y que mis dedos se envuelvan entre las hebras oscuras de su cabello. Un suspiro roto se me escapa al instante, pero no es hasta que abandona su tortura y me descubre el otro pecho para darle unas cuantas atenciones, que un sonido roto —similar al de un gemido— me abandona.

Un gruñido ronco se le escapa cuando tiro de su cabello y sus caderas se empujan contra las mías cuando envuelvo las piernas a su alrededor.

Sus manos están en todos lados. Sus labios exploran lugares que no sabía que eran capaces de llenarme de sensaciones apabullantes, y no puedo respirar. No puedo dejar de suspirar ante lo que me provoca. No puedo hacer otra cosa más que sentir.

Su boca arranca un beso feroz de la mía en el instante en el que una de sus manos, finalmente, hace su camino por el interior de mis muslos hasta encontrarse con mis pliegues húmedos. Durante una fracción de segundo, una mezcla de júbilo y confusión me invade el cuerpo solo porque jamás había conseguido esta reacción con otras manos que no fuesen las mías.

El corazón me va a estallar, los oídos me van a reventar y solo deseo que continúe. Que no deje de besarme... Ni de tocarme.

Dedos expertos buscan por mi punto más sensible y, cuando lo encuentran, un gemido suave e involuntario se me escapa. Caricias dulces, lentas y firmes trazan círculos suaves sobre ese punto en el que todas mis terminaciones nerviosas convergen.

De pronto, se siente como si pudiera gritar. Como si, por voluntad propia, el sonido pudiese abandonarme en cualquier momento.

Mis manos se aferran al material de su remera y tiran de él para quitárselo de encima. Él, cooperativo, se aparta un segundo para permitirle desnudarle el torso y me tomo un instante para admirarle. Para tener un vistazo de su abdomen firme y fuerte y de sus brazos atléticos. Lleva el cabello revuelto por mis manos inquietas y los labios hinchados por nuestro contacto feroz; pero no es hasta que se recuesta sobre mí para volver a su tarea previa, que noto cuán oscuros lucen sus ojos ahora mismo.

Entonces, reanuda lo que dejó a medio camino.

La piel suave de sus brazos es casi tan cálida como la de su abdomen y, de pronto, me encuentro acariciando cada pedazo de ella. Cada ondulación de sus músculos. La firmeza y la fuerza en ellos.

Un dedo largo trata de hacer su camino en mi interior, pero, en el instante en el que lo siento en mi entrada, una ráfaga helada me invade el cuerpo. Todo el calor previo se entibia y el aturdimiento se transforma en lucidez cuando soy híper consciente de todos y cada uno de los movimientos de Bruno.

Él, de inmediato, se detiene y se aparta de mí para mirarme a los ojos. Busca algo en ellos, pero no sé muy bien de qué se trate. Si puedo ser honesta, ni siquiera yo misma sé qué es lo que siento en estos momentos. Finalmente, me da un beso casto en la punta de la nariz y sus dedos vuelven al lugar que antes acariciaban.

—Estás demasiado tensa, preciosa —murmura contra mis labios, una vez reanudada la sesión de besos ávidos. Un suspiro roto se me escapa cuando cambia el ritmo de su caricia—. Tenemos que hacer algo al respecto.

En ese momento, su caricia me abandona y se aparta de mí con brusquedad. La confusión momentánea es eclipsada por el nudo de anticipación que me provoca el ver cómo se arrodilla al borde del sillón y se apodera de mis tobillos para tirar de ellos.

Un grito ahogado escapa de mi garganta cuando, de un movimiento, termina por recostarme por completo. En el proceso, me acomoda justo al borde del sofá, de modo que él puede abrirme los muslos y dejarme así, expuesta totalmente ante él.

El calor de la vergüenza que me provoca la postura en la que me encuentro, no se compara con el que comienza a hacerme líquido los músculos cuando pasea sus dedos entre mis pliegues.

—Tan hermosa... —creo escucharle susurrar y, entonces, sucede...

Sus labios se cierran en mi feminidad. Su lengua traza caricias salvajes en mi centro y un sonido particularmente ruidoso me abandona cuando una oleada de placer intenso me recorre desde el vientre hasta los lugares más recónditos del cuerpo.

Mi espalda se arquea, mis rodillas se elevan y mis dedos se enredan en la mata oscura que es su cabello para apartarlo... o atraerlo más cerca. Todavía no lo sé.

Un sonido particularmente ruidoso se me escapa cuando sus manos me levantan las caderas y me sostienen ahí, en un ángulo distinto.

Los dedos me duelen debido a la fuerza con la que me aferro a todo lo que se encuentra a mi paso, las piernas me tiemblan sin control y algo ha comenzado a construirse en mi interior. El familiar e intenso nudo de placer que me atenaza las entrañas amenaza con hacerme estallar en mil fragmentos y, cuando creo que no voy a soportarlo un segundo más, explota. Explota y se lo lleva todo a su paso mientras trato, desesperadamente, de aferrarme a algo. A él. A la forma en la que trepa sobre mi cuerpo y me besa con fiereza. A la manera en la que uno de sus dedos largos se introduce en mi interior —aun cuando todo dentro de mí todavía se estremece bajo el poder de sus caricias expertas.

—Así está mejor —dice, contra mi oreja y, sin más, comienza a bombear en mi interior una y otra vez. Primero, con lentitud, y luego, con más ritmo que antes.

Un gemido escandaloso se me escapa cuando su pulgar presiona mi punto más sensible y mi cuerpo entero reacciona ante la nueva oleada de placer que me azota.

¡Ah! ¡Bruno! —suelto en un resuello y él empuja sus caderas contra mi muslo solo para que sea capaz de sentir su dureza contra mí.

Es en ese momento que, presa de un valor que no sabía que poseía, presiono mi palma contra el bulto creciente entre sus piernas.

Un estremecimiento de terror y fascinación me recorre entera cuando siento su tamaño y aprieto los dientes solo de pensar en tenerlo dentro. Si con Arturo parecía una proeza, con Bruno será una misión imposible.

Un gruñido ronco retumba en su pecho cuando introduzco los dedos por el elástico de chándal que viste y siento el borde de su ropa interior.

Mi labio inferior es atrapado entre sus dientes y un delicioso dolor suave me invade los sentidos cuando me mordisquea en consecuencia a la forma en la que jugueteo con el elástico de su bóxer.

Su mano libre —esa con la que no me acaricia hasta la tortura— me toma por la muñeca con suavidad y guía mi camino para que, empujando el material que lo cubre, lo tome entero. Un pequeño grito ahogado se me escapa cuando cierro los dedos a su alrededor y me muestra cómo es que le gusta que le toquen.

Una vez impuesto el ritmo, me deja hacerlo por mi cuenta.

Sus labios están en mi mandíbula, en mi cuello, en mis pechos... Su mano libre me sostiene en mi lugar mientras que, con la otra, me acaricia hasta que no puedo concentrarme en nada.

He perdido la capacidad de raciocinio. De respiración. Soy una masa de terminaciones nerviosas a punto de estallar.

El familiar nudo en el vientre regresa, augurando el delicioso final que la boca de Bruno me hizo sentir antes y, entonces, sucede de nuevo.

Todo dentro de mí se contrae un instante antes de que una oleada de intenso placer me haga cerrar las piernas con brusquedad y le aparte la mano sosteniéndole con fuerza de la muñeca.

—¿Todo bien? —inquiere, con aire arrogante, al cabo de unos instantes que se me antojan eternos, y que me son insuficientes para recuperarme de lo que acaba de hacerme.

Un balbuceo ininteligible brota de mis labios y él suelta una risita boba. Entonces, añade:

—¿Qué te parece si vamos a la habitación y te muestro que puedo hacerte en la cama? —Me besa un hombro medio desnudo por la forma en la que me ha dejado el camisón—. Si me dejas, también puedo enseñarte lo que puedo hacerte con la alcachofa de la ducha.

El calor me invade el rostro por completo y estoy segura de que estoy ruborizada hasta la mierda. Con todo y eso, me obligo a sostenerle la mirada. La sonrisa suficiente que lleva en los labios es prometedora y lasciva, y hace que mi pulso se acelere.

Una punzada de pánico se mezcla junto con la sensación expectante que me provoca lo que está pasando entre nosotros, pero me las arreglo para empujarla lejos y dedicarle mi sonrisa más seductora. Entonces, presa de otra oleada de valor, lo empujo suavemente, me pongo de pie —acomodándome el camisón— y, dirigiéndome hacia las escaleras, le echo un vistazo por encima del hombro.

No necesito decir nada para que él se ponga de pie de inmediato y me siga de cerca.

Creo que voy a vomitarme encima. Creo que el mundo va a terminarse hoy porque Bruno Ranieri ha envuelto sus brazos alrededor de mis caderas mientras bajamos hasta la planta baja. Porque me besa el cuello y me aprieta con suavidad los pechos mientras nos dirigimos hacia la habitación.





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