De nuevo tú ©

By Itssamleon

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«La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse.» -Oscar Wilde More

De nuevo tú
ADVERTENCIA
Prefacio
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Epílogo
Agradecimientos

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By Itssamleon

El teléfono vibra en el bolsillo trasero de los vaqueros que llevo puestos, pero no es hasta que pido permiso de ir al baño —diez minutos después—, que veo el mensaje de texto proveniente de un número desconocido:

«Este es mi número. Soy Bruno».

La sonrisa inmediata que se dibuja en mis labios cuando leo el texto escueto, es casi ridícula y me reprimo internamente por ello. Pese a eso, no puedo dejar de hacerlo. El gesto idiota que tengo en los labios es casi tan bobo como las ganas que tengo de ponerme hacer un pequeño baile aquí, en medio del baño de empleados, con el espejo de pared a pared como único testigo.

Esta mañana, antes de venir a trabajar, le dejé mi teléfono apuntado en una nota sobre la isla de la cocina. No esperaba que lo viera. Mucho menos, que se tomara la delicadeza de guardarlo y mandarme un mensaje; pero, ahora que lo ha hecho, no puedo dejar de sentirme como si fuese una adolescente que acaba de recibir un mensaje de alguien interesante.

Es un mensaje de alguien interesante. Me dice el subconsciente, pero me obligo a ignorarlo.

Anoche, luego de que Bruno me mirara engullir los tacos que —sospecho, porque no lo admitió, por más que presioné para que me lo dijera— compró para mí, nos fuimos a dormir sin mediar muchas palabras. Y, esta mañana, pese a que no me lo pidió, decidí dejarle mi teléfono. Solo por si alguna vez vuelve a ocurrir lo de ayer por la noche.

Me muerdo el labio inferior, ante la perspectiva de él estando preocupado por mí, pero me obligo a descartar el pensamiento tan rápido como llega porque se siente ridículo. Bruno Ranieri, ni en un millón de años, sería capaz de verme de esa manera.

Con todo y eso, la adolescente soñadora que fui no deja de sentirse realizada al verlo en mi ventana de chats.

Sonrío, a pesar de que no debería sentirme tan entusiasmada y comienzo a teclear en el aparato. Me las arreglo para mantener la compostura mientras lo hago.

«Lo usaré sabiamente. 
Aprovecho para avisar que llego tarde hoy también».

Luego de cerciorarme de no sonar demasiado interesada en mi mensaje, me echo a andar de vuelta a mi puesto.

A la hora de la comida, tengo otro mensaje de Bruno y una llamada perdida de Sergio. Primero leo el texto:

«¿Trabajas hasta tarde?».

Suspiro.

No tengo alternativa si quiero poder pagarle a Guzmán.

En su lugar, tecleo:

«Lamentablemente».

Él responde al cabo de unos instantes:

«Suerte con eso. Debo irme. Te veo en la noche ¿?».

Sonrío y escribo:

«Si es que tienes el privilegio, Ranieri».

Entonces, cierro la aplicación de mensajes instantáneos y le regreso la llamada a Sergio. No duramos mucho al teléfono. Él y Ana están invitándome a bailar a Chapultepec, pero no estoy muy convencida de ir. Pese a que mi amigo me ha asegurado que él mismo me llevará a casa y a que Ana no ha dejado de rogar a gritos desde la distancia por mi presencia en el lugar, no dejo de sentir cierto grado de remordimiento ante la posibilidad de posponer mis horas extras —esas con las que pago los honorarios del licenciado— para mañana.

Finalmente, luego de unos minutos más de jaleo —y de una llamada de atención por parte de mi supervisor por retrasarme de mi hora de entrada del almuerzo—, accedo a acompañarlos con la condición de que me dejarán volver a casa temprano.


El resto del día laboral se me pasa como un suspiro. Entre las interminables filas de clientes y el movimiento anormal de la gente debido a que es quincena —y, además, casi fin de semana—, han hecho que las horas se me pasen como si de agua corriente se tratasen y, cuando menos lo espero, me encuentro recogiendo mis cosas del casillero que se me asignó, lista para marcharme.

—Te vas temprano hoy —la voz de Karla, la compañera del trabajo con la que más convivo, me llena los oídos y me giro para encararla.

Asiento y sonrío cuando la veo quitarse la horrorosa blusa azul chillante con amarillo que la empresa nos hace utilizar.

—Iré con unos amigos a bailar —digo, sin evitar sentirme ligeramente entusiasmada con la idea de despejar las ideas un rato. Luego del día tan horroroso que tuve ayer, nada me apetece más que distraerme un rato—. No soy la mejor de las bailarinas, pero es algo que disfruto hacer de todos modos.

—¿En serio? ¡Ay! ¡Qué emoción! Hace años que no salgo a bailar —dice, a manera de queja juguetona.

—¿Quieres venir? —inquiero, para luego añadir—: Deberían acompañarnos tú y tu novio. Mis amigos son increíbles y lo pasamos bien.

—Déjame lo comento con Gustavo y te mando un mensaje —responde y me da la impresión de que la idea no le desagrada del todo. Es por eso que, luego de intercambiar teléfonos, le insisto un poco más. Ella promete que me responderá más tarde y, entonces, salimos ambas en dirección a la parada del autobús.


***


Cuando llego al pent-house, es tan temprano —apenas sí son las seis de la tarde—, que me siento extraña estando aquí a esta hora.

Bruno, por supuesto, no está aquí, así que me siento en la total libertad de apoderarme del baño para alistarme.

Sergio dijo que pasarían a recogerme a las nueve, así que tengo tiempo suficiente para hacer algo por mi aspecto lamentable.

No recuerdo la última vez que presté atención a los detalles que antes me obsesionaban: el aspecto de mis uñas, la manera en la que me lucía el cabello luego de haber pasado media hora arreglándolo... Ahora que mi vida ha cambiado tanto, nada de eso podría importarme menos; sin embargo, en este momento, y en este intento desesperado que siento por tomar las riendas de mi vida una vez más, decido que debo hacer algo por mí —por más ridículo que parezca el solo preocuparse por estas cosas.

Así pues, me meto en la ducha con toda la intención de traer un poco de aquella Andrea que alguna vez fui a la superficie.


Cuarenta minutos más tarde, me encuentro contemplando el armario en busca de qué ponerme. Mi guardarropa no es numeroso ni mucho menos, pero tengo ropa que hace meses no me pongo porque ya no hay lugares dónde hacerlo. Porque todos esos lugares bonitos que podía permitirme han quedado en el olvido.

Finalmente, decido que no pasé casi una hora depilándome el cuerpo como para no utilizar un vestido y me enfundo en uno de mis favoritos.

El escote no es muy pronunciado y tiene el largo perfecto como para moverte cómodamente sin preocuparte por si se verá algo de más y, al mismo tiempo, el material es tan fresco y ligero, que le da ilusión de ser de la más fina de las telas. Todo eso lo acompaño, por supuesto, con unos zapatos altos que no son tan incómodos como el resto de los que se empolvan en las repisas del vestidor.

Mientras termino de alisarme el cabello con la plancha, me pregunto si no me he arreglado demasiado, pero me obligo a lanzar el pensamiento lejos de mi cabeza. Si esta noche me he puesto un vestido y he pasado la última hora de mi tiempo maquillándome, ha sido por mí. Para mí. Porque quiero verme bien únicamente para complacerme a mí misma.


Cuando Sergio y Ana llegan al apartamento, agradezco haber elegido un vestido, ya que la novia de mi amigo usa uno también. El lugar al que dicen que iremos tampoco es muy informal, así que la prenda va de maravilla.

Nuestra primera parada es en un bar al que solíamos venir muy a menudo antes —antes de la demanda. Antes de las acusaciones. Antes de toda la mierda de ahora—. Al llegar, lo primero que hacemos luego de instalarnos en una de las mesas —luego de ordenar algo para beber—, es preguntar el nombre de la banda que toca al fondo del lugar.

A Sergio le ha gustado tanto cómo tocan, que ha detenido a cada mesero para preguntarles cómo se llaman.

—Los hijos de la Victoria —le responde uno de ellos, luego de haber acosado a tres y mi amigo, satisfecho por el logro, dice que pedirá su teléfono para contratarlos cuando se preste la ocasión.

Mientras estamos ahí —y esperamos a que llegue Manuel y sus amigos—, recibo un mensaje de Karla preguntándome dónde nos encontramos. Con una sonrisa, le digo el nombre del bar, para luego decirle que después de aquí, iremos a ese lugar al que Ana suele ir a bailar con sus amigas.

Al cabo de unos minutos, me contesta que nos verán allá dentro de una hora.

Apenas tenemos media hora en el lugar, cuando un pequeño escándalo ocurre allá, al fondo, donde la banda se encuentra. La gente grita, aplaude y vitorea por algo ajeno a nosotros y, diez minutos después, los meseros del bar salen con una ronda de tragos para todos los comensales.

Al parecer, el dueño le propuso matrimonio a su novia y ella aceptó. Los tragos son para que brindemos con ellos y no puedo evitar mirar en dirección a donde —supongo— se encuentran.

Pese a que no soy capaz de verlos, me los imagino ahí, felices, plenos, enamorados...

Sonrío por ellos. Porque, a pesar de todo lo que pasé con Arturo, aún creo en el amor verdadero, en las almas gemelas y en la felicidad al lado de alguien.

Un suspiro largo se me escapa en ese momento y me obligo a volver mi atención a mis amigos, quienes no dejan de parlotear respecto a nuestra buena suerte al venir aquí hoy.


Una hora más tarde nos encontramos adentrándonos en la inmensa pista de baile de uno de los lugares más populares de toda la ciudad. El lugar está a reventar, pero gracias a que Ana conoce a una de las bailarinas principales del show, hemos podido hacer nuestro camino sin hacer fila toda la noche.

Ahí, cada quién pide una bebida y, luego de que nos las traen, Ana y yo nos levantamos a bailar. Karla y su novio llegan cuando volvemos a la mesa a tomar un poco más de lo que pedimos, y conversamos a gritos todos juntos hasta que me duele la garganta. Sergio y Ana bailan de vez en cuando y yo termino bailando con un chico demasiado joven para mí que me pide mi teléfono.

Para cuando me doy cuenta, pasa de la medianoche y ya he empezado a sentirme embotada por el alcohol que he consumido. Sé que debo irme ya o si no, mañana no voy a poder levantarme a tiempo para llegar al trabajo, pero todo el mundo la está pasando tan bien, que no me atrevo a arruinarles la fiesta diciéndoles que me marcho.

Así pues, espero hasta que es la una y media de la madrugada para anunciar que tengo que ir a casa. Todo el mundo protesta, y más cuando sugiero la posibilidad de tomar un Uber a casa. Finalmente, Sergio y Ana anuncian que van a llevarme con la promesa de regresar. Sé que lo harán. Sergio jamás haría una promesa sin tener intenciones de cumplirla.

Luego de despedirme de todo el mundo —y de darme cuenta de que me encuentro un poco más mareada de lo que me gustaría—, me dirijo hacia la salida del establecimiento aferrada a Ana, quien parece tener más control de su cuerpo que yo.

No quiero ni ver el interior de mi cartera cuando la remuevo dentro de mi bolso para ver la hora en mi teléfono. Quiero creer que no he gastado mucho, pero no cuento con ello. Esta pequeña salida hará que tenga que hacer doble turno toda la semana. Con todo y eso, me digo a mí misma que ha valido cada centavo, y trato de empujar la mortificación lejos de mi sistema.

El camino de regreso al apartamento pasa entre canciones cantadas a todo pulmón y risas bobas provocadas por el exceso de alcohol. El único que parece venir en sus cinco sentidos, es Sergio.

Cuando llegamos, le digo a mi amigo que se estacione dentro del aparcamiento del edificio y le doy la tarjeta de acceso para que pueda utilizarla en el lector de la pluma electrónica de seguridad. Una vez ahí, Sergio dice que me acompañará hasta la puerta del ascensor y me despido de Ana antes de bajar del vehículo. Acto seguido, me encamino hacia las escaleras que dan hacia la recepción del edificio con Sergio siguiéndome los pasos desde muy cerca.

Una vez dentro, saludamos a José Luis y nos detenemos frente a las puertas dobles del elevador para despedirnos el uno del otro.

Sergio bromea acerca de mí yéndome de culo dentro del elevador por lo pasada de copas que me encuentro y yo me río un poco antes de darle un abrazo de despedida.

—Descansa, Andy —dice, mientras nos separamos y le sonrío un segundo antes de que algo, por el rabillo del ojo, llame mi atención.

Mi vista se vuelca fugazmente en dirección a la entrada lateral por la que hemos ingresado al edificio, y regresa a toda velocidad cuando lo veo...

Está ahí, de pie a pocos pasos de distancia de donde Sergio y yo nos encontramos y luce tan atractivo —y yo estoy tan borracha— que debo reprimir el impulso que tengo de rodar los ojos.

La corbata del traje ha quedado en el olvido, así como el saco. Solo lleva una camisa blanca con los botones superiores deshechos y sus pantalones de tintorería. El cabello oscuro le cae sobre la frente de manera descuidada y sus cejas espesas enmarcan su mirada imponente.

El aspecto desgarbado y desaliñado, aunado a ese porte natural con el que se mueve, le da un aire peligroso, y quiero golpearme porque otra vez me encuentro aquí, observando a Bruno Ranieri como si no tuviera algo mejor que hacer.

El corazón me da un tropiezo cuando me mira.

Cuando sus ojos me barren desde los pies hasta la cima de mi cabeza, el ligero trompicón se transforma en otra cosa. En una sensación efervescente que nace en mi vientre y se esparce a todos los lugares cálidos de mi cuerpo.

Su vista cae en Sergio unos instantes antes de volver a mí y saludarme con un gesto de cabeza.

—Buenas noches —dice, cortés y lacónico, con esa voz ronca y profunda de la que es poseedor, y Sergio le responde de la misma manera, antes de dirigir su atención hacia mí y dedicarme una mirada irritada.

No es un secreto para nadie que Bruno jamás fue del agrado de mi mejor amigo, pero verle expresar su repudio tan abiertamente me hace reprimir una sonrisa. Quizás sean las copas de más. No lo sé. Pero, de pronto, la idea de Sergio detestando a Bruno me parece divertidísima.

—Descansa, Sergio. —Me despido, luego de que él hace un gesto de fastidio a manera de broma, pero no he dejado de sonreír.

—Nos vemos luego, Andy —dice, devolviéndome el gesto para echarse a andar en dirección a la salida del lugar.

Para el instante en el que desaparece por la puerta por la que llegamos, el elevador abre sus puertas.

Bruno —quién hasta ese momento ni siquiera se había dignado a dedicarme otra mirada—, me echa un vistazo por encima del hombro y hace un gesto de cabeza en dirección al ascensor, aún con gesto serio e inescrutable.

—¿Vienes? —inquiere, pero el brillo oscuro que hay en su mirada me hace dudar unos instantes. De repente, el aliento se me atasca en la garganta, pero no entiendo muy bien el motivo.

Estás demasiado borracha, Andrea Roldán.

Sin decir una sola palabra, me introduzco en el espacio y él lo hace detrás de mí, para después presionar el botón indicado. Luego de pasar la tarjeta de acceso, empezamos a movernos.

Ninguno de los dos dice nada. Ni siquiera nos miramos pero, en mi cabeza, ya estoy reproduciendo esa estúpida escena en el elevador de Cincuenta Sombras de Grey y, de pronto, me siento acalorada. Como si estuviese ruborizándome por completo. No me sorprendería que así fuera.

—¿Te divertiste esta noche? —Bruno rompe el silencio y el sonido ronco de su voz hace que un escalofrío me recorra.

Lo miro de reojo.

—Bastante —admito, y hago una mueca al escuchar lo arrastrada que suena mi voz.

—Me alegro.

—¿Tú? —pregunto—. ¿Te divertiste?

—Sí. —Asiente, pero no hay emoción alguna en su tono.

Silencio.

En ese momento, caigo en la cuenta de que dijo que trabajaría hasta tarde y la vergüenza me invade. Debe pensar que no le pongo atención en lo absoluto ahora que le he preguntado si se divirtió, aun cuando yo sabía a la perfección que trabajaría.

La mortificación que me azota es tan intensa en ese momento, que tengo que reprimir el impulso de corregirme a mí misma delante de él.

—¿A dónde fuiste? —Bruno inquiere, luego de unos largos y tortuosos instantes, y vuelco mi atención hacia él.

—A bailar a Chapultepec —digo, con soltura.

—¿Bailas?

—No soy la mejor bailarina, pero lo hago de todos modos —me encojo de hombros—. Un par de tragos y ¡adiós vergüenza!

Las comisuras de sus labios se elevan en un amago de sonrisa.

—Quién lo diría —dice, con diversión, para añadir en tono socarrón—: Andrea Roldán no solo es una alcohólica, sino una desvergonzada.

—Vete al demonio —digo, pero estoy sonriendo.

Él imita mi gesto un segundo antes de que guardemos completo silencio.

—¿Puedo hacer una pregunta entrometida? —La voz de Bruno me saca de mis cavilaciones al cabo de unos segundos y la confusión me embarga.

Pese a eso, me las arreglo para mantener el gesto inescrutable cuando digo:

—Claro.

—¿Ese de ahí abajo era tu novio?

Parpadeo un par de veces.

—¿Qué?...

Las puertas del elevador se abren, anunciando que hemos llegado ya, pero no me muevo de mi lugar. Él tampoco.

Ninguno de los dos dice nada, nos quedamos callados durante un largo momento, mientras proceso lo que está sucediendo. Una parte de mí quiere ponerse a gritar de la emoción ante el absurdo rumbo que ha empezado a tomar mi mente inquieta; y otra, esa que es cruel y despiadada, no deja de decirme que todo esto es una treta. Una trampa ideada por Bruno para jugarme una broma pesada.

—No veo por qué eso es de tu incumbencia —me las arreglo para pronunciar con toda la arrogancia que puedo.

Bufa y se gira para mirarme con gesto horrorizado.

—Realmente, no me importa, te lo aseguro —dice, con sorna y suena... ¿A la defensiva?—. Lo pregunto porque, si yo fuese él y mi novia viviera con otro tipo, enloquecería.

Miente.

Me obligo a empujar la vocecilla inquieta en mi cabeza, porque el pensamiento es ridículo, incluso en el más remoto de los escenarios posibles.

—Sergio no es mi novio —digo, pese a que no le debo explicaciones de nada, con mucho tacto y cuidado. No sé por qué me mortifica tanto que crea eso, pero lo hace—. Somos amigos y nada más.

Bruno me mira por encima del hombro, al tiempo que esboza una sonrisa condescendiente.

—Entonces, son de esa clase de amigos.

—¿Esa clase de amigos? ¿A qué te refieres con «esa clase de amigos»? —digo, aún sin comprender lo que dice, al tiempo que sale del ascensor y lo sigo a los pocos pasos.

Mi ceño está fruncido en un gesto contrariado mientras avanzo detrás de él, pero ni siquiera me mira cuando deja el maletín que lleva entre los dedos sobre el sillón, y se encamina hacia la barra del mini-bar. Una vez ahí, se desabotona las muñecas de la camisa y se dobla las mangas hasta debajo de los codos antes de tomar un vaso, ponerle hielos y verter tequila.

Entonces, le da un sorbo largo.

Lo miro fijo, sin moverme del lugar en el que me he instalado —al otro lado de la barra— mientras da un paso hacia atrás y se recarga contra la encimera sobre la que se encuentran utensilios de coctelería a los que ni siquiera les conozco el nombre.

—¿A qué te refieres con «esa clase de amigos»? —insisto y él suspira, fastidiado, antes de beber un poco más de su trago, acercarse y dejarlo sobre la barra entre nosotros.

—Esa clase de amigos... —pone ambas manos sobre la mesa y se inclina hacia mí, de modo que me hace sentir acorralada—, en la que él está enamorado de ella perdidamente, y ella —me mira de arriba a abajo—, como buena chica inocente y mojigata, no se da cuenta. —Sonríe, pero el gesto no toca sus ojos.

Yo entorno los míos. De pronto, no sé por qué me siento tan azorada. Tan irritada por su comentario. No porque crea que Sergio está enamorado de mí. Mucha gente antes ha creído que alguno de nosotros tiene sentimientos por el otro. Eso no me molesta en lo absoluto. Lo que me hace sentir así de incómoda es la manera en la que me percibe.

No soy inocente. No soy una mojigata...

...Ya no más, de todos modos.

Alzo el mentón, presa de una furia que se cuece a fuego lento y de un temple que, en cualquier otro momento, no tendría y tomo su trago para darle un largo sorbo.

El tequila me quema la garganta y la nariz, pero me obligo a mantener el gesto inexpresivo cuando dejo el vaso sobre la encimera.

Él luce bastante entretenido. Como si mis intentos por hacerle ver que no soy el tipo de mujer que cree que soy, le parecieran divertidos. Eso me pone furiosa. No quiero que él me vea de esa manera.

—En primer lugar, Sergio no está enamorado de mí. Él y su novia llevan muchos años juntos —puntualizo, pese a que no tengo porqué hacerlo—. En segundo lugar, no soy ni una chica inocente. Mucho menos una mojigata.

Una sonrisa lenta y perezosa se desliza en los labios del odioso —e insoportablemente atractivo— hombre que tengo enfrente y se inclina un poco más.

Yo, pese a que quiero dar un par de pasos hacia atrás cuando empieza a invadir mi espacio vital, me mantengo firme.

Está tan cerca, que solo puedo verle los ojos. Tan cerca, que soy capaz de sentir su aliento caliente golpeándome en la comisura de la boca.

—Ah, ¿no? —susurra, con la voz enronquecida, y un escalofrío me recorre entera.

—No. —Sueno más firme y segura de lo que espero, y le sostengo la mirada; pese a que la suya es tan abrumadora, que quiero apartar la vista.

Sonríe aún más. Esta vez, la oscuridad en su gesto me provoca un nudo en el estómago.

—Permíteme dudarlo, Andrea —dice, al tiempo que, con delicadeza, me toma por la barbilla. Mi nombre en sus labios hace que el aliento me falte durante unos instantes y quiero golpearme. Quiero golpearlo por provocarme todo esto con solo su cercanía.

Trago duro y le miro los labios antes de clavar mis ojos en los suyos.

—Lo que creas de mí, me tiene sin cuidado —digo, con toda seguridad, pese a que el corazón me late con fuerza contra las costillas. Le ruego al cielo que no sea capaz de notarlo.

Algo brilla en su mirada y su sonrisa se desvanece mientras su rostro va adquiriendo un tinte peligroso. Como si estuviese proponiéndole el más osado de los retos.

—¿Lo hace? —susurra, al tiempo que se inclina hacia mí y levanta mi mentón con suavidad. Está dándome la oportunidad de apartarme, pero no lo hago. No puedo hacerlo. No, cuando el aroma fresco y varonil de su perfume me embota los sentidos de esta manera.

Uno...

Dos...

Tres segundos pasan... Y, finalmente, me aparto de su toque.

Él sonríe lentamente, como si mi gesto no lo hubiese ofendido en lo absoluto. Casi como si lo hubiese esperado.

—Inocente... —sentencia, mientras se aparta, y toma su trago—. Y miedosa.

Se encamina hacia la terraza y me giro sobre mi eje solo para verlo alejarse.

El desafío en su gesto me hace querer probarle que se equivoca. Que yo no soy ninguna inocente. Mucho menos una miedosa; así que, presa del impulso envalentonado que su comentario me provoca —y del alcohol que me corre por las venas—, me yergo sobre mí misma y avanzo hacia donde él se encuentra.

Para cuando salgo a la terraza, ya se ha tumbado sobre uno de los camastros junto a la alberca y me mira con aburrimiento cuando me planto delante de él, con el mentón alzado y actitud altiva... O, al menos, así creo que me veo. Con tanto alcohol en la sangre, no estoy segura.

—¿Qué te hace pensar que me conoces lo suficiente como para decir que soy inocente? ¿O miedosa?

Sus ojos se clavan en los míos y tienen un brillo tan peligroso, que tengo que reprimir el impulso que siento de apartarme.

Se pone de pie con lentitud —aún con el trago en la mano—, como si esperase a que realmente diera un paso lejos. Cuando está erguido en toda su altura, se acerca y tengo que alzar la vista para mirarlo.

El corazón me late con violencia contra las costillas cuando acorta aún más la distancia que nos separa, y soy capaz de percibir el calor que emana su cuerpo y el olor a perfume caro, cigarrillos y alcohol que despide.

Finalmente, doy un paso hacia atrás.

Él sonríe, como si acabase de probar su punto y una punzada de ira, mezclada con frustración y vergüenza me embargan.

—Lamento haberme hecho un mal juicio, Roldán —dice, y una sonrisa baila en la comisura de sus labios y aprieto la mandíbula.

¡No lo dejes ganar!

El grito de la vocecilla insidiosa en mi cabeza hace que el pulso me dé un tropiezo y, presa de un valor del que no sabía que era poseedora, me acerco a él y le sonrío. Le sonrío con la misma malicia con la que él me sonríe a mí.

Entonces, me acerco un poco más a él, envuelvo una mano alrededor de su cuello —temerosa de que vaya a rechazarme con alguna grosería— y me acerco tanto que, durante un nanosegundo, soy capaz de ver la estupefacción en su mirada.

Acto seguido, me paro sobre mis puntas, lo atraigo hacia mí y, cuando nuestras narices se tocan, deslizo mi rostro hasta que su oreja me queda a la altura de la boca y puedo susurrar:

—¿Por qué te importa tanto mi relación con Sergio? —digo, en voz baja, sintiéndome osada y atrevida, y me aparto para mirarlo a los ojos—. ¿Acaso te molesta?

El gesto serio que se ha apoderado de su rostro me atenaza las entrañas y el corazón me late con tanta fuerza, que siento que me va a estallar.

—Me importa un carajo lo que tengas con ese fulano, o con cualquier otro —dice y, pese a que sus palabras me hieren el orgullo, ensancho mi sonrisa.

—Si te importa un carajo, ¿por qué preguntaste?

Entorna sus ojos en mi dirección.

—No lo pregunté porque me interesara de esa manera. —Suena a la defensiva mientras habla.

—¿De qué manera te interesa, entonces?

Sus ojos se clavan en los míos.

—No voy a tener esta conversación contigo, porque no voy a caer en tus provocaciones —dice, tajante, y sonrío.

—No me digas, Bruno Ranieri, que te gusto.

Él suelta una sonora carcajada.

—Ni en tus sueños más salvajes, Andrea —dice, contundente, mirándome a los ojos y el ardor de su rechazo me quema el pecho, pero me obligo a no hacérselo notar.

—No te creo.

—No necesito que me creas —dice, pero sus ojos se clavan en mis labios una fracción de segundo.

Ese mero acto hace que las ganas que tenía de lanzarlo a la piscina, como él lo hizo conmigo antes, se esfumen y sean remplazadas por unas distintas. Unas que lo involucran a él y a mí. Y a sus labios y los míos.

Con todo y eso, me obligo a encogerme de hombros y apartarme para dejarlo ir. Me aseguro de poner un par de pasos entre nosotros, porque me siento muy mareada y su cercanía no le ayuda en nada a mis sentidos embotados.

—Bien. Porque no lo hago —digo, sin dejar de mirarlo a los ojos—. Buenas noches, Bruno.

Cuando paso a su lado, con toda la intención de pasarlo de largo y entrar al apartamento para subir a mi habitación, me toma por el brazo y me detiene con la fuerza suficiente como para impedir que siga avanzando. Pese a eso, no me lastima en lo absoluto.

—¿A dónde vas, pequeña cobarde? —Susurra, en voz baja y el corazón me da un vuelco—. ¿De verdad crees que puedes dejarme así, luego de tales acusaciones?

Siento que la sangre me zumba en las venas, pero me las arreglo para mirar el punto en el que su mano caliente y grande me toca. Luego, alzo la mirada para encararlo.

—¿Dejarte cómo? —Sueno tan peligrosa como él y eso me sorprende. Con todo y eso, me obligo a entornar los ojos y esbozar una sonrisa lenta, justo como la suya.

Su mirada se oscurece varios tonos y se acerca tanto, que soy capaz de sentir su aliento caliente golpeándome la mejilla.

—A veces, Liendre, lo mejor es ser prudente y no tentar al diablo —susurra, en voz tan ronca y profunda, que me estremezco por completo.

—No tengo idea de que estás hablando, Bruno —digo, con calma, pese a que soy híper consciente de la manera en la que sus dedos se envuelven alrededor de mi brazo. De la forma en la que el aroma que emana del cuerpo me aletarga los sentidos.

—¿De verdad crees que voy a caer en tu juego?

—Yo no estoy jugando a nada —replico, pero no sé de dónde viene toda esta valentía. Debe ser el alcohol que me ha envalentonado de esta manera.

Su mirada centellea con algo que no puedo reconocer, las entrañas se me revuelven y el aliento me falta. Entonces, se gira hacia mí y, sin soltarme, se acerca de modo que soy capaz de sentir su aliento cálido en la mejilla.

Nudillos cálidos me acarician el pómulo derecho y mis párpados se cierran.

—Es una lástima —musita y soy capaz se sentir cómo su nariz toca la mía, y se desliza hasta el lugar que sus nudillos acariciaban hace unos instantes—. Porque, contigo, yo jugaría sin dudarlo ni un segundo.

Oh...

Por...

Dios...

Siento su respiración contra los labios. El aroma embriagador que emana me hace difícil pensar con claridad y el corazón me late con tanta brusquedad que estoy segura de que puede escucharlo. Trago duro y mis labios, casi por voluntad propia, se entreabren.

Entonces, el tacto se va. La respiración cálida se aparta y el hechizo se rompe tan pronto como llega. Mis ojos se abren con rapidez y parpadeo un par de veces para espabilar.

La sonrisa maliciosa y cruel que se desliza en los labios de Bruno hace que la resolución caiga sobre mí como balde de agua helada.

—Qué te parece —dice, con socarronería—. El cazador, terminó siendo cazado, ¿no es así, preciosa?

Balbuceo algo incoherente y él suelta una pequeña risotada.

—No juegues con fuego, Andrea, si no estás dispuesta a quemarte —dice y, entonces, desaparece en dirección al interior del pent-house.





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