De nuevo tú ©

By Itssamleon

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«La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse.» -Oscar Wilde More

De nuevo tú
ADVERTENCIA
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Epílogo
Agradecimientos

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By Itssamleon

Andrea está sentada en el suelo de la sala, frente a la mesa de centro, con el cabello suelto cayéndole desordenado por todos lados. El gesto de concentración que esboza me hace notar los papeles que sostiene entre los dedos y que parece analizar con suma concentración.

La curiosidad pica en mi sistema, pero me obligo a no preguntar qué diablos lee.

No me mira mientras me abro paso hasta la salida —hace rato ya que tomé una ducha y me alisté para ir a almorzar con Tania—. Tampoco lo hace mientras espero a que el elevador llegue. No digo nada mientras las puertas se abren, pero se me agolpan un montón de palabras en la punta de la lengua cuando la veo por el rabillo del ojo y ni siquiera hace ademán de querer echarme un vistazo.

No sé por qué me molesta tanto que me ignore como lo hace, pero reprimo el impulso que tengo de decirle una tontería y me adentro en el ascensor. Entonces, presiono el botón del estacionamiento y las puertas se cierran.

Me siento incómodo. Quiero regresar allá arriba y exigirle que me diga algo: que me odia, que soy un maldito cerdo de mierda... Lo que sea. Pero no lo hago y me obligo a subir a mi coche y ponerlo en marcha en dirección a la avenida, rumbo al restaurante en el que quedé de verme con mi hermana.

La mejilla todavía me duele por la bofetada que Nancy me propinó y la ira me pulsa en el pecho cuando recuerdo lo que Andrea le dijo a mi invitada.

Tú te lo buscaste.

Sé que mi subconsciente tiene razón. Que me pasé de la raya. Que no debí hacer eso y que fue demasiado, pero no quiero retractarme. No quiero pedirle disculpas a ella.

—Maldita sea —mascullo, mientras niego con la cabeza y enciendo la radio a todo volumen.

No quiero pensar más. Mucho menos si el único maldito pensamiento que tendré tiene que ver con Andrea Roldán.


***


—¿Qué te pasó en la mejilla? —Tania me saluda, mientras tomo entre los brazos a Mateo —mi sobrino—, y sé perfectamente que se refiere al golpe que traigo en la mejilla, patrocinado por Andrea y propinado por Nancy.

—No quiero hablar de eso —le digo a mi hermana y ella suelta una carcajada.

—¿Te metiste en una pelea, Bruno Ranieri? —se burla y la miro con cara de pocos amigos.

—Más bien me agarraron con la guardia baja —digo, porque no es del todo una mentira. Nancy me despertó con una gloriosa bofetada en la mejilla.

Entorna los ojos y esboza una sonrisa extraña.

—¿Cómo demonios te agarraron de frente con la guardia baja?

—Larga historia.

—Y supongo que no vas a contármela.

—Supones bien —replico, al tiempo que me siento en la silla frente a ella, con el pequeño entre los brazos, quien se arrebuja contra mi pecho, como siempre hace cuando lo abrazo.

—¿Qué tal la vida en el apartamento de lujo en el que vives? —inquiere, al tiempo que abro el menú que tengo enfrente para ordenar algo de beber.

—La verdad es que podría estar mejor.

Arquea las cejas con incredulidad.

—Hace dos semanas estabas encantado con el lugar. Decías que, si algún día tenías dinero suficiente, te comprarías un departamento así para ti... ¿Y ahora resulta que ya no te gusta? —dice, suspicaz; y sé, de inmediato, que sospecha que algo ha ocurrido.

Suspiro.

Tania siempre ha sido así. Tiene una habilidad sobrenatural para leer a las personas —a mí, en especial— y tiene una más grande logrando que le cuentes lo que te pasa sin siquiera presionarte un poco.

Sé que, si no le digo de buena gana lo que ocurre, de alguna manera va a sacármelo a la fuerza. Siempre se las ingenia.

—Han pasado muchas cosas las últimas dos semanas —digo, mientras alzo una mano para llamar la atención de una de las meseras.

Ordeno un café para empezar y mi hermana pide lo mismo.

—Cuéntamelo todo —dice, mientras deposito a Mateo —ya dormido—, en el portabebés que se encuentra en la silla en medio de Tania y yo.

Sin que pueda evitarlo, mi mente evoca el rostro de Andrea y tengo que reprimir el impulso que siento de rodar los ojos al cielo.

Así pues, con todo y la renuencia que siento de hablar —y luego de una pequeña discusión sobre el motivo por el cual Mateo siempre se duerme cuando lo cargo y nunca cuando Tania trata de hacerlo tomar una siesta—, le cuento todo el asunto de Andrea, Génesis, Dante y el apartamento. También, le hablo acerca del incidente en el bachillerato y lo que pasó hace apenas un poco más de una hora.

—No puedo creer lo estúpido que eres —Tania sisea, enojada, luego de que termino de hablar.

El remordimiento que ya sentía antes de salir del apartamento resurge en mi interior y me remuevo, incómodo, en mi lugar.

—Ella empezó —me justifico, pero su mirada sigue siendo como la que solía poner mi madre cuando la hacía enojar.

—Ella te levantaba en la mañana con música —replica, con brusquedad—. Pudiste no haberla dejado dormir poniéndole música a todo volumen tú también, pero no. Tuviste que ser tan vulgar como para llevar a una de tus amiguitas.

—No sabía que ahora yo era el enemigo público —digo con una sonrisa, pero sueno amargo.

—Te pasaste de la raya, Bruno —Tania me reprime—. No tenías porqué rebajarte a su nivel. Tampoco tenías por qué quedarte si no estabas cómodo. Sabes perfectamente que en mi casa...

—Te lo agradezco, Tania, pero ya hemos hablado sobre esto —la corto de tajo y ella aprieta los labios en una línea dura e inconforme—. Además, no vine aquí a que me sermonearas por haber hecho lo que me salía del culo.

La severidad en su gesto solo aumenta las ganas que tengo de enterrar la cara en un agujero en la tierra.

—Yo solo estoy ofreciéndote otra alternativa.

—Y lo agradezco mucho, Tania, pero la verdad es que, por el bien de nuestra relación, prefiero quedarme en casa de Dante —me sincero—. Además, la chica no se quedará mucho tiempo. Será hasta que encuentre algo más.

—¿Cómo lo sabes?

—Dante me lo dijo. Su esposa le dijo eso.

El gesto de Tania me hace saber que no está del todo conforme con la idea de mí viviendo con una completa desconocida —y una potencial acosadora—, pero no dice nada. Se limita a mirarme fijamente antes de cambiar el rumbo de nuestra conversación.

Luego del almuerzo, nos despedimos y voy directo a la oficina.


El resto del día es un completo martirio. Mi padre me ha jodido por completo el caso por el cual iba a viajar a la capital del país y he tenido que pasar todo el día encerrado en mi despacho, tratando de encontrar la manera de recuperar las riendas de él antes de que me lo termine de arrebatar de las manos para dárselo a alguien más.

Para coronarlo todo, he tenido otra discusión —además de la que tuvimos por el caso— con él porque le grité a Julián durante un momento de estrés absoluto.

Para cuando llegan las once de la noche, estoy exhausto. Agotado y agobiado.

La cabeza me pulsa al ritmo que mantiene mi corazón y mataría por un trago.

Le escribo a Rebeca, pero me dice que esta noche no. Que su marido está de regreso en la ciudad y me siento miserable. No quiero beber solo. No quiero regresar a casa ahora e intentar dormir. No cuando mi mente es una revolución y el remordimiento por lo que le hice a Andrea se ha vuelto así de insoportable.

Me froto la cara y contemplo mis posibilidades. Le llamo a un compañero de la oficina con el que suelo embriagarme de vez en cuando, pero no responde. Le envío un texto a otro amigo, pero me dice que ha quedado con su novia. Los maldigo a todos. Me maldigo a mí mismo y, resignado, guardo mis cosas.

El motor del coche ruge a la vida cuando lo enciendo luego de que salgo de mi oficina. Iré a casa. Ahí beberé hasta quedarme dormido. Y ni siquiera Andrea Roldán va a impedir que lo haga.


***


La luz del pasillo y de la terraza están encendidas. Es lo único que necesito para saber que Andrea está en casa.

Dejo el maletín en la sala. Si este fuera un día ordinario, lo llevaría hasta la habitación; pero este no es uno de esos días. Hoy estoy demasiado agotado para eso.

Me deshago el nudo de la corbata y me la quito de un movimiento. El saco lo he dejado en el auto, así que solo tengo que desabotonarme la camisa hasta que no me siento sofocado y arremangarla para estar más cómodo. Todo esto lo hago mientras me encamino hasta el mini-bar.

En el instante en el que me detengo frente a la barra, la veo. Está allá afuera, en la terraza, casi de espaldas a donde yo me encuentro, sentada sobre uno de los camastros junto a la alberca.

Lleva el cabello húmedo y suelto sobre los hombros y la espalda, y una nueva oleada de culpa me embarga cuando recuerdo lo que pasó en la mañana.

Me sirvo un tequila cargado y le doy un trago largo antes de armarme de valor para salir a la terraza.

Me cuesta admitirlo, pero he pasado el día entero dándole vueltas a lo ocurrido y a la conversación que tuve con Tania al respecto. Sé que debo pedir disculpas, pero es que es tan difícil...

Suspiro, suelto una maldición en voz baja y me encamino hacia allá.

En el instante en el que pongo un pie fuera, dice:

—No me voy a ir. Llegué aquí primero.

Silencio.

Le doy otro trago a mi bebida y, de manera descuidada, me recuesto sobre el camastro que tengo más cerca.

La miro de reojo. Ella no disimula ni siquiera un poco y me observa fijamente, con el entrecejo fruncido y gesto defensivo.

Es tan bonita...

Lástima que está loca.

No digo nada. Ella tampoco lo hace y, cuando se da cuenta de que no tengo intención alguna de hablar, vuelve su atención al desgastado libro que sostiene entre los dedos —uno distinto al que llevaba la otra vez—. Se ve tan viejo, que parece que se va a deshacer en sus manos en cualquier momento.

No logro ver el título y, de pronto, me encuentro preguntándome qué lee con tantas ganas que ha dejado la copia del libro en el estado en el que está.

Miro hacia la ciudad. Enormes edificios iluminados se alzan, altos e imponentes y, allá abajo, las luces de los autos, los establecimientos y las casas, llenan la vista de un aura cálida y amable.

Bebo un poco más.

—Llegaste temprano. —Habla con suavidad al cabo de un largo rato, y no sé cómo me siento respecto al hecho de que sabe la hora a la que llego.

Tú también sabes a qué hora llega ella.

—Si no me quedara en la oficina más tiempo de lo debido, llegaría todavía más temprano —digo, pero no sé por qué lo hago. No es como si a ella le interesara saber a qué hora se supone que debería salir del trabajo.

Silencio.

—¿Qué lees? —inquiero, luego de unos segundos, incapaz de detener mi curiosidad. No sé por qué le he preguntado eso. Yo solo venía a disculparme, no a entablar una conversación.

La miro de reojo, justo a tiempo para verla esbozar una sonrisa suave, al tiempo que se ruboriza por completo. Algo dentro de mí se remueve al notar ese color suave en sus mejillas.

—Es... —Vacila—. Probablemente, lo encuentres una estupidez, pero es una novela de romance. Histórica. Se llama Un beso inolvidable. Es mi favorita.

—¿De qué trata? —Me sorprendo a mí mismo ante el cuestionamiento. Podría jurar que no me interesa en lo absoluto saber de qué va, pero aquí estoy, preguntándolo de todos modos.

¿Por qué?

Suspira. Entonces, se enfrasca en la explicación de una historia cursi, melosa, pero que, de alguna manera, puedo verla leyendo. Suena, exactamente, al tipo de libro que leería una chiquilla de dieciséis, enamorada de un fulano al que jamás le ha hablado. Y, por extraño que sea, lo encuentro... encantador —y un poco perturbador de mi parte, también. Dada la trama del libro.

La manera en la que me cuenta la historia, emocionándose en unas partes y ruborizándose cuando se da cuenta de lo emocionada que está mostrándose, me tienen aquí, mirándola con atención, asintiendo como si la historia me gustase o de verdad fuese a leerla.

Cuando me doy cuenta, ya me he girado hacia ella, con el trago —ahora casi vacío— entre los dedos, haciendo comentarios y preguntas de vez en cuando respecto a la historia.

Cuando termina, suspira y baja la mirada al libro en sus manos, con una sonrisa avergonzada asomándosele por los labios.

—Lo lamento —dice—. Seguro piensas que es aburridísimo y cursi.

—Creo que es cursi —le concedo, antes de añadir, con una mueca horrorizada—: Y, ciertamente, no sería algo que leería, pero no creo que sea tan aburrido.

Entorna los ojos y se acomoda la montura de los lentes en un ademán muy curioso.

—¿Y qué sería algo que leerías? —Me mira con un gesto que no puedo descifrar del todo, pero que me hace sentir extraño.

Me encojo de hombros.

—El Conde de Montecristo —digo, porque es uno de los pocos libros que he leído los últimos años que he disfrutado de verdad.

—No lo he leído —dice, con una mueca—. Tengo Los Tres Mosqueteros, del mismo autor, pero no he leído El Conde de Montecristo.

—Deberías —apunto, al tiempo que me pongo de pie y anuncio—: Necesito otro trago.

—Yo también —dice ella, levantándose y la miro, curioso.

—No sabía que estabas bebiendo —apunto, pero ella me muestra una taza vacía.

—Bebía café. Ahora me apetece otra cosa.

La miro de soslayo una vez dentro del apartamento, mientras nos acercamos a la barra. Andrea no luce como el tipo de chica que bebe o se embriaga. De hecho, si me hubiese dicho que iba a prepararse un café, no me habría sorprendido en lo absoluto.

La observo un segundo más de lo debido, mientras tomo otro vaso para ella.

—¿Qué quieres tomar? —pregunto, amable pero serio, mientras pongo hielos en su vaso y en el mío.

—Tequila —responde con soltura y detengo mis movimientos un segundo.

La miro a los ojos.

Andrea no luce como una chica de tequila. Más bien, me la imaginaba con un mojito en la mano. Una margarita. Quizás, un vodka con alguna clase de jugo. No con un tequila.

—Te gusta el tequila. Quién lo diría.

—No me gusta —dice, haciendo una mueca de desagrado—, pero es la única clase de alcohol que tolero. La cerveza me duerme, el whisky me baja la presión y el vodka me hace vomitar tan pronto como lo tengo en el estómago. El tequila es lo único que puedo tomar sin sentirme horrible al poco tiempo.

Vierto tequila en mi vaso, para luego verter un poco en el suyo. Luego, me pide que rebaje el suyo con agua mineral y refresco y yo, para no sentirme como un completo alcohólico que solo toma tequila con hielos, le pongo un poco de agua mineral al mío.

Le da un trago largo a su bebida y no puedo evitar mirarla a detalle cuando lo hace. Lleva una remera lisa y sus infames shorts de arcoíris. El cabello —casi seco ahora— le cae por la espalda y el pecho, y huele delicioso. A frutas y flores.

Yo bebo un poco también, solo para no parecer un estúpido mientras la observo a detalle.

—Llegaste temprano —insiste y es hasta ese momento que me doy cuenta de que está diciéndome otra cosa en realidad. O, al menos, eso creo. Su mirada es curiosa y... ¿preocupada?

Suspiro y hago un gesto hacia la terraza. Ella se gira y avanza hacia allá, en silencio.

—Tuve un mal día en el trabajo —admito, cuando se sienta en el camastro en el que estaba. Yo hago lo propio y me siento donde estaba—. Solo quería salir de la oficina cuanto antes.

Ella asiente, mientras mira hacia la ciudad que se extiende frente a nuestros ojos.

—Entiendo —dice y sonríe con amabilidad, sin encararme—. Lamento que haya sido de esa manera.

La miro en silencio, pero no respondo. Ninguno de los dos dice nada después de eso, solo bebemos mientras miramos hacia la calle.

—Escucha, Andrea, respecto a lo de ayer en la noche...

—No pasa nada —me corta de tajo.

—Sí pasa —insisto y ella me mira, confundida—. Fui un imbécil. Me pasé de la raya. No debí haber traído a nadie a este lugar. Y menos para eso. Lo siento mucho, de verdad.

Niega con la cabeza.

—Soy yo la que debe disculparse —dice—. No debí despertarte tan temprano toda la semana. No es tu obligación hablarme o ser amable conmigo y yo asumí que, porque vivíamos juntos, me debías aunque sea esa clase de decencia, pero...

—Es que te la debo —la interrumpo—. Te debo ese respeto. Se lo debo a Dante y a su esposa. Por eso me disculpo. No volverá a suceder.

Andrea me mira durante un largo momento.

—Yo tampoco volveré a despertarte con música en las mañanas —dice y esbozo una sonrisa.

—Lo agradezco —digo, pero ella sigue luciendo recelosa. Como si no supiera qué hacer con mi amabilidad. Me siento como un completo idiota por hacerla sentir de esa manera. Por hacerla sentir como si mi amabilidad llevara de la mano una consecuencia gravísima.

Desvía la mirada.

—Quién diría que no eres tan odioso como creía —masculla y, sin que pueda evitarlo, suelto una carcajada solo porque no me esperaba ese comentario.

—Puedo decir lo mismo de ti, Liendre —digo, pero el apodo suena cariñoso. No me gusta que lo haga.

Ella arquea una ceja, al tiempo que bebe otro poco de su trago y se pone de pie.

—Me voy a dormir —anuncia y la decepción me invade, pero me las arreglo para mirarla con gesto aburrido—. Gracias por el trago.

—Descansa, Andrea —digo, cuando se gira para marcharse y se detiene un segundo para mirarme por encima del hombro. Cuando lo hace, le guiño un ojo, se ruboriza y se gira a toda velocidad hacia enfrente. Entonces, sin decir una palabra, se adentra en el apartamento.

No aparto la vista hasta que desaparece de mi campo de visión y, cuando las luces del teatro en casa se encienden allá arriba, sacudo la cabeza y esbozo una sonrisa.

Quién lo diría. Pienso. La loca no es tan desagradable después de todo.





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