De nuevo tú ©

By Itssamleon

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«La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse.» -Oscar Wilde More

De nuevo tú
ADVERTENCIA
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Epílogo
Agradecimientos

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By Itssamleon

Se me hizo tarde en el trabajo. Me tocó hacer cierre de cajas con la gerente del turno y no pude marcharme hasta pasadas las once y media. Esta vez, no pude aprovechar el aventón de Karla. Tuve que pagar un taxi. La única ventaja de aquel despilfarro es que me dejó en la puerta del edificio, sana y salva, sin tener que caminar calles infinitas en plena oscuridad.

Pasa de la medianoche y todo el apartamento está en penumbra, a excepción de la luz de la terraza, que Bruno siempre deja encendida antes de irse a la cama —esa que siempre termino apagando yo porque no me deja dormir.

El silencio en el que está sumido todo el lugar me hace saber que, seguramente, ya está dormido... O no ha llegado todavía. No lo sé. Tampoco es como si me importara.

Llevo una semana viviendo aquí, con él, y pareciera que cada vez nos llevamos peor. Debo admitir que yo he contribuido mucho a la causa poniendo música a todo volumen a deshoras, pero él no deja de comportarse como si yo portara la peste o alguna enfermedad extraña.

Siempre que intento ser amable, me responde cortante o con monosílabos, o a veces no responde en lo absoluto. Por eso, cada mañana, me encargo de torturarlo un poco.

Avanzo en silencio hasta el lugar en el que duermo y me deshago de los zapatos mientras contemplo la posibilidad de ir a tomar algo de ropa del armario. Descarto el pensamiento tan pronto como recuerdo que dejé una carga de ropa limpia y doblada en el cuarto de lavado. Tomaré algo de ahí para dormir.

Así pues, con ese pensamiento en la cabeza, bajo de nuevo y me adentro en la habitación de servicio, donde me pongo una remera que me va grande y me cubre la mitad de los muslos, y unas licras que suelo utilizar cuando uso falda —que, ahora, con mi nuevo trabajo, no es muy a menudo.

Mientras salgo y me encamino a la cocina, me deshago la trenza larga que me hice esta mañana y abro el refrigerador una vez en el lugar indicado.

Decido que es muy tarde y que, si como demasiado, no voy a dormir, así que opto por servirme un tazón del cereal que compré la semana pasada. Una vez con mi cena lista, apago la luz de la cocina y de la terraza, y subo a mi habitación improvisada, dispuesta a terminar de ver la temporada de la serie que he empezado ahora que me he dado por vencida con Dark: Sense8.

Apago las luces, me arrebujo entre los cojines y enciendo el televisor, para después presionar el botón de «Netflix». En ese momento, comienzo a escucharlo...

Primero, empieza quedo, como un ruido esporádico y suave, y me obliga a agudizar el oído. El sonido regresa y abro los ojos con alerta, al tiempo que miro hacia todos lados.

La tercera vez que lo escucho, soy capaz de reconocerlo como un gemido.

¿Qué carajos...?

Un chillido agudo, seguido de otro gemido y un grito corto.

Entonces, los hilos comienzan a unirse en mi cabeza:

Es la voz de una mujer.

Gritos que no suenan incómodos. Suenan más como... gemidos.

Gemidos.

Dentro del apartamento.

¿Este cabrón de mierda trajo a una mujer al pent-house?

Entonces, la cantaleta comienza.

Gritos, suspiros y chillidos escandalosos inundan todo el apartamento y yo me quedo aquí, quieta, mientras trato de procesar lo que está pasando.

Siento que el estómago se me cae hasta los pies en el instante en el que los cabos se hilan en mi cabeza y me percato de lo que está sucediendo...

Bruno trajo a una mujer. Está aquí, en un lugar que no es suyo. En una cama que no le pertenece, teniendo... algo con una mujer.

—Hijo de... —No puedo terminar la oración, porque un sonido particularmente escandaloso retumba en las paredes y la vergüenza ajena se mezcla con la ira que comienza a invadirme.

Siento que la sangre me hierve. Que el mundo entero comienza a palpitar junto con el pulso acelerado que ha comenzado a invadirme la audición.

Quiero gritar. Quiero ir a decirle al hijo de puta que no tiene derecho alguno de traer a una mujer a este lugar. Que es una falta de respeto hacia su amigo. Hacia mi amiga. Hacia mí...

El aliento me falta y el coraje que siento es tanto, que por un segundo creo que la cabeza me va a reventar.

Me pongo de pie, bajo un impulso casi primitivo, dispuesta a confrontarlo; pero una vocecilla en mi cabeza me pide que me detenga. Me dice a gritos que haga las cosas como es debido y que me la cobre como debe de ser.

Tomo una inspiración profunda. Presa de una emoción tan abrumadora, que no soy capaz de procesarla del todo y aprieto la mandíbula y los puños mientras trato, desesperadamente, de tragarme lo que siento.

Me palpitan las sienes y, durante un diminuto instante, la posibilidad de entrar en esa habitación y romperles la cabeza con una maceta me invade el pensamiento. La descarto de inmediato, por supuesto; pero es una imagen agradable a la que me aferro unos segundos antes de volver a la realidad y empezar a espabilar.

Si este es el juego que Bruno Ranieri quiere jugar conmigo, adelante. A ver quién pierde más.

Esto es la guerra.

Sonrío. Una emoción oscura se apodera de mi cuerpo y me obligo a controlarla mientras tomo mi teléfono y escribo un mensaje de texto para mi supervisora del trabajo.


***


Cuando llega la mañana, estoy lista para el espectáculo. Me he cerciorado —pese a que apenas he podido dormir debido al escándalo de la invitada de Bruno— de levantarme temprano para interceptarlos cuando vayan de salida.

Si ese hombre cree que hace diez años lo dejé en ridículo, no tiene idea de lo que estoy a punto de hacerle.

La sonrisa maliciosa que se desliza en mis labios mientras vierto un poco del café que acabo de preparar en una taza grande, es tan satisfactoria como enfermiza.

Lo he preparado todo en apenas una noche. Ni siquiera puedo creer la rapidez con la que se me ocurrió. Lo único que espero ahora, es que las cosas me salgan bien por una jodida vez en la vida.

Por favor, destino mío, déjame ganar esta vez.

Un nudo de anticipación y excitación me invade el estómago ante la perspectiva de lo que podría ocurrir, pero me aferro a mi valor. A mi orgullo y a esta extraña sed de absurda venganza que siento.

Ni siquiera puedo creer que haya cambiado de turno en el trabajo —con el poco lujo que puedo darme ahora mismo— solo para hacer esto.

Doy un sorbo al café luego de que le pongo azúcar y leche, y me lo llevo conmigo hasta la sala, donde abro las cortinas y me siento a observar la maravillosa —y abrumadora— vista de la ciudad.

Durante un fugaz instante, me viene a la mente el juicio. El poco tiempo que el licenciado Guzmán parece conseguirme y la incertidumbre. La inquietud de saber que mi vida podría cambiar radicalmente de la noche a la mañana si esto sigue así.

Los ojos se me llenan de lágrimas y empujo la retahíla de negatividad lo más lejos que puedo cuando estas comienzan a abandonarme.

Un grito ahogado hace que me vuelque en dirección al sonido, mientras me limpio las mejillas con rapidez, avergonzada.

La figura de una chica de cabellos rojizos y cortos hasta los hombros, piel morena y altura de muerte me recibe de lleno. Lleva el cabello revuelto y el maquillaje corrido. Exactamente como creí que luciría luego del escándalo que montó anoche. Y, lo más importante de todo... viene sola.

No puedo creer que esto esté marchando tan bien.

—Me sacaste un susto de muerte —dice, mientras se pone una mano en el pecho. De inmediato, noto que usa una camisa de botones negra. De Bruno, seguramente. Es lo único que ese hombre parece vestir: negro, azul marino, negro, gris oscuro y negro otra vez.

Me mira de arriba abajo y yo hago lo mismo con ella. Va descalza y tiene un chupetón en la clavícula que, de yo traerlo, me haría ruborizarme hasta la médula cada que el maquillaje no lo cubriera, pero le sostengo la mirada.

—Disculpa que lo pregunte así, pero, ¿quién demonios eres tú? —dice, recelosa, cuando parece haber caído en la cuenta de que soy una mujer en pijama y estoy en el apartamento del hombre con el que folló toda la noche.

Esbozo una sonrisa triste —parte de mi acto.

—No quieres que hablemos de eso. Créeme.

Frunce el ceño y avanza hacia mí, pero yo me pongo de pie y, con dramatismo, me detengo frente al ventanal que despejé hace un rato. Me aprovecho de las lágrimas previas y cierro los ojos con fuerza para que se deslicen por mis mejillas, pese a que ya no tengo ganas de llorar.

—¿De qué hablas? Déjate de juegos y dime quién eres —exige, irritada ahora, mientras se detiene junto a mí.

La encaro.

—Soy su esposa.

Todo el color se fuga de su rostro en el instante en el que pronuncio aquello y tengo que reprimir las ganas que tengo de sonreír como idiota.

—¿Qué?

Aparto la mirada, al tiempo que me limpio las lágrimas con los dedos. No respondo. Dejo que el silencio se asiente, pesado y tenso entre nosotras.

—Estás mintiendo —dice, pero no suena para nada convencida de lo que dice.

—Ojalá lo hiciera —replico con amargura y me sorprendo a mí misma de la soltura con la que me salen las palabras.

—¿Bruno se casó? —dice, incrédula—. ¿Eres esposa de Bruno Ranieri?

La miro a los ojos y dejo que toda la angustia y la preocupación con la que he estado cargando se hagan cargo de ponerme lágrimas nuevas en la mirada.

—¿Sabías que era un hombre casado? —digo, con un hilo de voz y el horror en su gesto casi me hace querer decirle que estoy mintiendo. Que nada de esto es verdad, pero me obligo a continuar—: ¿Sabías que te follabas a un hombre con esposa y que ella podía oírte gritar desde la sala de su casa?

Niega con la cabeza frenéticamente.

—¡No lo sabía! ¡Te juro que no tenía idea! ¡¿Desde hace cuánto...?!

—Poco —la interrumpo, mientras miro hacia la calle porque no soporto ver la mortificación que se refleja en su rostro. En el proceso suelto una risotada carente de humor—. Apenas unos meses. Empiezo a pensar que se casó conmigo solo porque estoy embarazada.

—¡¿Estás embarazada?!

Cierro los ojos con fuerza y le doy la espalda.

—Él hace esto siempre. —Finjo un sollozo que suena más real de lo que espero—. Se enoja, bebe y trae a alguien para hacerme escucharlo follar con otra. Y yo... Y-Yo...

—¡Oh, Dios mío! ¡Lo siento tanto! Si hubiese sabido que era un hombre casado jamás habría aceptado venir aquí. Él no me dijo nada. Él... —Sacude la cabeza en una negativa, mientras las piezas parecen acomodarse en su cerebro hasta llevarla al lugar al que quiero que llegue. De pronto, su expresión se ensombrece. Su gesto se torna furioso y su mandíbula se aprieta tanto, que temo que pueda partírsela en dos—. Es un hijo de puta... —susurra y me cubro la boca con una mano para ahogar otro sollozo—. ¡Es un cabrón de mierda! ¡Pero ahora mismo me va a escuchar! ¡¿Qué clase de mujer cree que soy?!

Se gira sobre sus talones y, antes de que pueda decirle nada, se abre paso hasta la habitación del fondo. Entonces, se escucha un fuerte golpe sordo y luego, comienza a gritar.

Dice algo parecido a: «Poco hombre», «cabrón de mierda», «cerdo» y «maltratador» y, luego, dice cosas parecidas a: «no quiero volver a saber nada de ti» y «no me busques nunca más».

Bruno suena confundido mientras habla y no deja de preguntar qué está pasando; ella, sin embargo, no deja de replicarle que él lo sabe a la perfección.

Luego de que la discusión parece darse por zanjada, se escuchan tumbos y golpes violentos e, instantes más tarde, la chica de cabellos rojizos sale por el pasillo a toda velocidad, enfundada en un vestido negro y unos zapatos altos que la hacen lucir aún más impresionante de lo que ya es.

Ni siquiera mira en mi dirección cuando llama al ascensor. Bruno —vestido únicamente con un bóxer— la sigue a los pocos pasos, pero no logra impedir que la chica se suba al elevador y se marche sin siquiera dedicarnos una última mirada.

—¡¿Se puede saber qué carajos le dijiste?! —Bruno espeta, furioso, encarándome.

No me pasa desapercibida la piel enrojecida de su pómulo izquierdo, como si alguien le hubiese propinado una bofetada con todas las de la ley.

—Que era tu esposa y que estaba embarazada —replico, con soltura, al tiempo que esbozo mi sonrisa más descarada.

La ira le oscurece la mirada y su mandíbula se aprieta tanto, que un músculo le salta a la vista.

—¡¿Se puede saber por qué demonios hiciste eso?! —grita.

—¡Porque me dio mi regalada gana! ¡Porque tuve que escucharla gritar toda la maldita noche! ¡Porque no tuviste ni la más mínima decencia y trajiste al departamento a una mujer, aun cuando yo también vivo aquí!

—¡Creí que no estabas! ¡Que no llegarías a dormir! Pasaba de la hora en la que sueles llegar —se justifica—. ¡Además, tú trajiste a tus amigos la otra noche!

—¡Se fueron antes de las doce! ¡Además, era mi maldito cumpleaños! —Señalo hacia el ascensor—. ¡¿Tienes idea de lo asqueroso que fue escucharla gritar como cerdo en matadero toda la maldita noche?!

—¡¿Tienes idea de lo incómodo que es escuchar tu mierda de música a las cinco de la mañana todos los malditos días?! —escupe de regreso, mientras iguala su tono con el mío.

—¡¿De esto se trata todo esto?! ¡¿De la maldita música?! ¡¿Por eso trajiste a una mujer para que me arruinara el sueño?! —chillo, al tiempo que doy un par de pasos más cerca de él, para enfrentarlo.

—¡Tú me has arruinado el puto sueño toda la maldita semana!

—¡Porque no dejas de tratarme como el culo cada que trato de ser amable contigo!

Silencio.

El único sonido que puede percibirse es el de nuestras respiraciones agitadas y temblorosas.

—Aquí vivo y voy a traer a quien yo quiera. Acostúmbrate.

—Atrévete a traer a alguien más a este lugar y me encargaré de que se entere de que, no solo eres casado y tu esposa está embarazada, sino que también tienes herpes por todas las relaciones adúlteras que mantienes —digo, con tanta contundencia que yo misma me sorprendo. Él aprieta la mandíbula—. Si quieres tener relaciones con tus citas, llévalas a un motel. Si no lo haces, me encargaré de hacerle saber a todas y cada una de las mujeres que vengan contigo que eres una basura.

—Yo seré una basura, pero tú eres una loca de mierda.

—Tú no te quedas atrás —replico, al tiempo que esbozo una sonrisa que no toca mis ojos.

—Dirás lo que quieras, pero al menos, no soy yo el que está aquí, perdiendo un día laboral, solo por vengarse de alguien que ni siquiera vale la pena. —Sonríe, con veneno, e imito su gesto.

—Resulta, Bruno —digo, con propiedad y recato—, que hoy entro tarde. ¿Sabes por qué? —Ni siquiera espero a que me responda—: Porque alguien no me dejó dormir en toda la noche y tuve que suplicar que me cambiaran el turno para dormir en la mañana. No me estoy vengando de ti. Estoy recuperando el tiempo que perdí por tu culpa. Que no se te olvide.

Silencio.

Bruno Ranieri me contempla como si fuese un desafío. Como si una nueva clase de respeto hubiese nacido de él hacia mí. Como si fuese una encrucijada que está dispuesto a resolver si le dan la oportunidad y el tiempo de hacerlo.

—Yo no traeré a nadie más siempre y cuando dejes de despertarme a las cinco de la mañana —dice, finalmente, y me descoloca por completo el hecho de que no ha replicado algo mordaz.

—Creo que hemos llegado a un acuerdo, Ranieri —Sonrío, pese a que no tengo ganas de hacerlo, pero él no me corresponde el gesto. Se limita a mirarme un segundo más, antes de girar sobre su eje y echarse a andar en dirección a la habitación principal.

Se nota a leguas que no le gusta mi compañía, lo cual es perfecto, porque a mí tampoco me gusta la suya.

—Eres un cerdo —mascullo hacia la nada, pero sé a la perfección que le hablo a él. A Bruno.

No sé por qué me siento tan molesta. Supongo que es la falta de sueño y lo desagradable que ha sido la noche pasada.

De pronto, una sensación extraña me embarga. Una mezcla entre júbilo y... desazón.

No sé por qué me siento de esta manera. El plan salió a pedir de boca. Lo que ideé para vengarme de Bruno no pudo haber salido mejor y, de todos modos, estoy aquí, sintiéndome incompleta. Vacía. Herida...

Cierro los ojos y niego con la cabeza. Como me encantaría tener un abrazo de mi mamá ahora mismo, aunque no sé del todo el motivo.

Dejo escapar el aire y miro hacia las escaleras que dan hacia mi improvisada habitación. Entonces, subo hacia allá. Me acuesto sobre el sofá cama e inspiro profundo.

La imagen de Bruno, con el torso desnudo, los labios hinchados y el cabello alborotado, invade mi pensamiento y aprieto los dientes debido a la frustración. No puedo creer que esté pensando en él. No puedo creer que no pueda dejar de imaginar qué diablos hace que es capaz de poner a gritar a una bellísima pelirroja.

Me sonrojo de pies a cabeza y hundo la cara en las manos.

No puedo creerlo, Andrea. Después de tanto tiempo, sigues pensando en él como si fueses una jodida adolescente.

Un gemido frustrado escapa de mis labios, pero lo ahogo con una almohada antes de girarme boca arriba.

Me acomodo la montura de los lentes en el proceso y aprieto los dientes antes de clavar los ojos en el techo.

De nuevo, no puedo apartar la imagen de su rostro y me cubro la cara con ambas manos.

—Ojalá que te pudras en el infierno, Bruno Ranieri —digo, cuando me doy cuenta de que sigo sin poder apartarlo de mi pensamiento, y me pongo de pie de golpe. Va a ser imposible para mí dormir ahora.





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