De nuevo tú ©

By Itssamleon

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«La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse.» -Oscar Wilde More

De nuevo tú
ADVERTENCIA
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Epílogo
Agradecimientos

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By Itssamleon

No puedo dejar de llorar.

En el instante en el que escuché a Bruno marcharse, comencé a hacerlo y ahora no puedo parar. La verdad es que no sé por qué lo hago.

Siempre he sido una chica sentimental. Suelo llorar porque estoy feliz, porque estoy enojada... Incluso, lloro cuando me siento agobiada. Pero, con tantas cosas que tengo en la cabeza, no sé cuál haya sido el detonante real ahora.

Quizás solo sea que he pasado por demasiado. Quizás sea el peso de todo aquello que me ha aquejado los últimos meses lo que me tiene con los nervios hechos un nudo.

La llamada con Génesis no hizo más que añadir una nueva mortificación a mi sistema. Lo que menos quiero, es que tenga problemas con Dante por mi culpa y, aunque no se escuchaba preocupada por tener que hablar con él, de todos modos, no puedo dejar de pensar en lo que debe estar pensando ese hombre de mí.

El teléfono en mi mano vibra y pego un salto en mi lugar. Es un mensaje de Génesis preguntándome si estoy despierta. Cuando le respondo que sí, me llama por teléfono.

—¿Ahí está el imbécil ese? —inquiere, sin siquiera dedicarme un saludo, pero agradezco que no se ande con rodeos. Eso es algo que siempre me ha gustado de ella.

—No. Salió tan pronto como colgó al teléfono con tu marido —replico, enjugándome las lágrimas—. Estoy bien, por cierto.

—Lo siento —dice, pero no suena sincera en lo absoluto. Muy a mi pesar, sonrío.

—Te odio —le digo y ella suelta una risotada.

—No. No lo haces —dice, con seguridad—. Me amas y lo sabes.

Ruedo los ojos al cielo, pero una sonrisa débil y triste amenaza con apoderarse de mis labios.

—No te hagas muchas ilusiones —mascullo, pero agradezco el desfogue de tensión que hemos tenido.

Suspiro.

—Hablé con Dante —dice, una vez que los ánimos han retomado ese tinte incierto de antes. El corazón me da un vuelco—. Lo puse al tanto de tu situación financiera. —Como si fuese capaz de verme abrir la boca para replicar, ella añade rápidamente—: Sin hacerlo conocedor de tu situación legal, claro está. Solo le dije que tenías problemas de dinero porque te habías quedado sin empleo, lo cual no es una mentira.

—Génesis...

—Fui cuidadosa, Andy. No te preocupes, ¿de acuerdo? —me corta, cuando nota que he empezado a ponerme de nervios—. Además, eso no es lo importante aquí. Lo importante es que lo he puesto al tanto de tu situación tanto como he podido y le he dicho por qué te ofrecí el departamento. Entiende el motivo por el cual no puedo ni quiero pedirte que busques otro lugar, y apoya enteramente que te quedes ahí el tiempo que necesites. Dijo, incluso, que, si necesitabas apoyo de cualquier otro tipo, se lo hicieras saber.

El calor me embarga el pecho tan pronto como mi amiga termina de hablar y las emociones se me agolpan en la garganta.

—En cuanto a lo del departamento, ambos hemos concluido que ninguno de los dos tiene el corazón de echar al invitado del otro del lugar, así que hemos decidido que, si ambos quieren quedarse, pueden hacerlo.

—¿Cómo? ¿Te refieres a... los dos? ¿Al mismo tiempo?

—Como roomies.

Una carcajada histérica se me escapa.

—Yo no puedo vivir en este lugar con él aquí.

—¡Claro que puedes! ¿Por qué no? —dice—. Apenas coincidirán durante las noches. Y, probablemente, ni así. Dice Dante que el fulano es un completo obseso del trabajo. Que deja la oficina siempre entrada la madrugada y que temprano por las mañanas vuelve a salir para iniciar otro día.

—Es que no lo entiendes, Génesis —digo, completamente horrorizada por su propuesta—. Yo no puedo vivir con ese sujeto.

—¿Por qué no?

Un gemido avergonzado y frustrado se me escapa en ese momento porque sé que no voy a poder sacarle la absurda idea de que Bruno y yo compartamos el departamento, sin contarle la pequeña... historia que tengo con él.

—¡Maldita sea! —exclamo, al tiempo que me dejo caer de espaldas a la cama—. Te lo voy a contar, Génesis, pero más te vale no burlarte. Jamás te lo perdonaré si te burlas.

Mi amiga suelta una carcajada que me pone los nervios de punta.

—¡Por Dios, si eres dramática!

—Que conste que yo te lo advertí —digo y, entonces, se lo cuento todo.

Le hablo acerca de cómo conocí a Bruno en la preparatoria —si es que así puede llamársele al modo en el que lo vi en las canchas de fútbol una mañana de mi primer semestre de bachillerato, y decidí que me parecía guapísimo—. Le cuento sobre la insana obsesión que desarrollé hacia él y de cómo empecé a idealizarlo de un modo que, quizás, no era conveniente. Le hablo acerca de cómo aprendí todo de él sin siquiera hacerle notar mi existencia, y de cómo me pareció buena idea declararle mi amor delante de todo el mundo cuando caí en la cuenta de que se graduaría pronto —esto, por supuesto, a casi un año del inicio de mi obsesión.

Fui una estúpida. Una niña tonta que nunca había conocido una escuela que no fuese religiosa; que no conocía más que la educación estricta y ortodoxa de unos padres exageradamente devotos y cerrados. Una adolescente a la que no le permitieron asistir a escuelas mixtas hasta que no hubo más alternativa que esa, y que todo lo que había aprendido sobre el romance, lo había hecho leyendo las novelas prohibidas que su tía Ofelia —la solterona—, guardaba en un armario.

Y no trato de justificar mi comportamiento. Sé que estuvo mal todo eso que hice. Que traté de utilizar la presión social para que el chico del que estaba obsesionada por fin me mirara; y que lo humillé y me humillé a mí misma.

La verdad es que no sé en qué estaba pensando. Supongo que esperaba que pasara algo como en las novelas que leía, y que, de pronto, resultaría que Bruno Ranieri siempre me había notado. A mí. La insípida, tímida e inocente Andrea...

Para cuando termino de hablar, me siento tan avergonzada que, pese a que sé que Génesis no puede verme, me he cubierto la cara con una almohada para protegerme del recuerdo.

—Mira nada más... —Génesis habla, al cabo de unos instantes de silencio, en tono socarrón y burlesco—. Quién iba a pensar que guardabas esa clase de pasado oscuro, Andrea Roldán.

Quiero reír.

Y golpearla.

—Te odio —mascullo y ella suelta una carcajada.

—Andrea, pasó hace diez años —dice, en tono ligero, una vez superada la risa—. Claro. La pancarta y la canción fueron demasiado, pero tampoco es para que te martirices toda la vida por ello.

—¿Sabes qué fue lo que pensó cuando me recordó? —digo, y sueno como una niña haciendo una rabieta—. Que lo seguía acosando. Que seguía obsesionada con él, aún luego de tanto.

—¡Es que él también está exagerando!

—Por supuesto que no lo hace. En su lugar, yo estaría pensando en conseguir una orden de restricción —refuto—. No me conoce. Nunca lo ha hecho. Para él, soy la chiquilla loca que lo puso en ridículo delante de todo el instituto.

Un suspiro largo y cansado escapa de la garganta de mi amiga.

—Han pasado diez años —insiste, esta vez, con seriedad—. ¿Qué le hace pensar que, si en diez años no hiciste nada, lo harás ahora? No eres una acosadora. Lo sabes. Él también. Lo que pasa es que no quiere aceptarlo. Ha sido cosa del destino. De la mala suerte esa que dices que te persigue. ¡Qué sé yo!

Una risa corta se me escapa al escucharla hablar de la tonta creencia que solía tener cuando era más joven. Esa sobre ser perseguida por maldiciones y mala fortuna.

—Seguramente ha sido eso: mi mala suerte.

Ambas reímos.

—Dante hablará mañana con él —dice, cuando somos capaces de hablar de nuevo—. Le dirá lo mismo que yo te he dicho a ti: que ninguno de nosotros tiene problema con que ambos vivan ahí, y que, si así lo desea, puede quedarse.

—¿Y si no quiere compartir el departamento conmigo?

—Pues entonces tendrá que buscar un lugar donde quedarse, porque tú de ese pent-house no te moverás si no es por voluntad propia, cuando tengas un apartamento propio una vez más.

—No sé qué sería de mí sin ti, Gen —me sincero, con un nudo apretándome la garganta.

—Sinceramente, yo tampoco sé qué harías sin mí, cariño —bromea y una carcajada se me escapa.

—Vete al demonio.

—Me amas. Cállate —replica, para luego, añadir—: Me alegra escucharte mejor. No hay nada de qué preocuparse, Andy. Mejor ve, toma una ducha caliente para que no te resfríes y duerme un poco. Lo necesitas.

—De acuerdo —mascullo, al tiempo que me pongo de incorporo en la cama—. Dale las gracias a Dante de mi parte, por favor.

—Claro. Descansa, Andy.

—Tú también... o lo que sea que vayas a hacer ahora que vives del otro lado del mundo.

—Acabábamos de regresar de caminar cuando me llamaste. Hemos estado levantándonos temprano para hacer ejercicio. Nos sienta bien —suena animada y contenta—, pero esa es una historia para otro momento. Ahora ve y descansa.

—Cuídate mucho.

—Tú también, Andy.


Cuando salgo de la ducha, lo hago vestida en mi pijama más decente: una remera blanca y un short con estampado de arcoíris. No es algo que quiera utilizar en el apartamento en el que también vive un chico, pero es esto o dormir con el pantalón de chándal que tengo agujereado de la entrepierna —y del que no quiero deshacerme hasta comprar uno igual de cómodo y ligero.

Finalmente, cuando estoy lista, me desenredo el cabello y me voy a la cama sin cenar.

Antes de quedarme dormida, en mi cabeza nace un pensamiento...

Aquí duerme Bruno. Busca otra habitación.

Pero, entonces, una idea contraria me llega de pronto...

Te llamó loca. Te debe la habitación principal.

Entonces, me arrebujo en el mullido colchón y me meto debajo del pesado edredón.

El rugido del cielo augurando una nueva tormenta me arrulla hasta que, de pronto, ya no soy consciente de nada.


***


Algo cálido me envuelve la cintura y me arrebujo en el calor del bulto a mi lado. Mi espalda golpea contra algo cálido y firme y me acurruco un poco más.

Un sonido ronco irrumpe la bruma de mi sueño, y me entra por un oído y retumba por todo mi pecho. Acto seguido, algo se ancla en mis caderas y me inmoviliza. Entonces, siento algo duro presionándose contra mi trasero.

Mis ojos se abren de golpe. La oscuridad es abrumadora. No hay ni un ápice de iluminación y está helando.

Estoy desorientada. Aún medio dormida, pero alerta. Una extraña sensación en mi interior no deja de decirme que algo va mal.

Un escalofrío me recorre el cuerpo debido al frío que siento y parpadeo un par de veces para acostumbrarme a la penumbra sin conseguirlo del todo.

Me remuevo un poco para levantarme, pero otro sonido —este más nítido que el anterior—, resuena en mi oído y el aliento caliente me hace cosquillas en el cuello. Un destello de pánico se apodera de mi cuerpo cuando soy hiper consciente de la mano de dedos calientes que corre desde mi cadera, por encima de mi ropa y se apodera de uno de mis pechos.

En ese momento, grito con toda la fuerza de mis pulmones. La mano se aparta en el instante en el que el sonido estridente escapa de mi garganta, y pataleo y manoteo para apartar a mi atacante.

Una palabrota retumba en el lugar cuando mi codo golpea contra algo y, luego, un sonido estrepitoso inunda la estancia. Yo aprovecho ese momento para salir del enredo de telas en el que me encuentro prisionera y bajo de la cama.

Las luces se encienden y tengo que cerrar los ojos unos instantes para acostumbrarme a la nueva iluminación; pero, cuando puedo mirar más que puntos blancos y oscuros, encaro a un —gloriosamente— semidesnudo Bruno Ranieri —lleva solo un bóxer—. Hay sangre sobre su pecho, boca y nariz, y lleva un gesto adolorido... y una erección imposible de ignorar.

Me obligo a mantener la vista en su rostro cuando me encara y clava esa mirada salvaje y hostil en mí.

Un estremecimiento me recorre entera, pese a la confusión y el terror que me embargan, y trato de deshacerme de la sensación cálida que me deja después.

—¡¿Se puede saber qué demonios haces en mi puta cama?! —brama.

—¡¿Qué?! —chillo, una octava más aguda de lo que suelo hablar—. ¡Qué haces en mi cama! —lo corrijo—. ¡Eres un maldito depravado! ¡No vas a justificar un abuso sexual con un «esta es mi cama»! ¡¿Por qué no buscaste otra condenada habitación?!

Una carcajada incrédula se le escapa.

—¡Yo llegué aquí primero! ¡Esta es mi habitación! ¡Ni siquiera me di cuenta de que estabas en la maldita cama! —Se ha olvidado por completo del sangrado de su nariz y ha comenzado a rodear la estructura de madera que nos separa, para alcanzarme. Yo, como mecanismo de defensa, me subo al colchón y me paro sobre él, y Bruno, como si fuese un depredador a punto de atacar, se detiene frente a mí, con postura erguida y amenazadora. Seguro que lucimos ridículos hasta la mierda—. Llegué, me quité la ropa y me metí a dormir... ¡Como hago todos los puñeteros días! ¡¿Por qué no buscaste tú otra habitación?!

—¡Porque no me dio la maldita gana! —escupo de regreso, plenamente consciente de que sueno como una chiquilla mimada y algo peligroso se enciende en su mirada.

—¡Largo! —ruge, al tiempo que señala la puerta principal.

—¡Lárgate tú! —grito de regreso.

Un brillo malicioso le ilumina la expresión.

—Vete de aquí. No me hagas subir a esa cama por ti —dice, con la voz enronquecida—. Si lo hago, no te va a gustar lo que va a pasar.

—¿Me estás amenazando?

—Te estoy advirtiendo.

Aprieto la mandíbula al tiempo que contemplo el semblante siniestro y hostil del hombre que parece estar listo para abalanzarse sobre mí en cualquier momento.

La sangre seca en su nariz y boca le dan un aspecto barbárico. Bélico.

—Si me vuelves a poner una mano encima, Bruno Ranieri, te juro que...

—¿Qué? —me reta, al tiempo que esboza una sonrisa lenta y perezosa—. ¿Qué me vas a hacer, Andrea?

La manera en la que dice mi nombre hace que algo en mi vientre se estruje con violencia. Que el aliento se me atasque en la garganta y que quiera salir corriendo de aquí... o quedarme, solo para ver qué pasa.

—Voy a hacerte sangrar de nuevo. Pero, esta vez, no será por la nariz —para puntualizar lo que quiero decir, bajo la vista hacia su bóxer —aún tenso. Aún de un tamaño abrumador.

Rápidamente, lo veo a la cara; justo a tiempo para observar el fuego crudo y puro que brilla en sus ojos.

—Te reto a ponerme una mano en la polla —dice, sin dejar de sonreír, mientras barre los ojos por la extensión de mi cuerpo. Se detiene unos segundos más de lo debido en mis muslos y luego me mira a los ojos para añadir—: Por cierto, linda pijama. Se vería lindísima en mi sobrino recién nacido.

La vergüenza hace que el rostro se me caliente, pero me obligo a alzar el mentón.

—No necesito ponerte una mano en la... polla. —Jamás en mi vida había usado esa palabra y hacerlo me hace sentir aún más mortificada que haberle mirado desnudo. Si mi madre me hubiese oído, se habría desmayado. Mi padre, seguramente, me habría abofeteado.

Me yergo un poco más y me obligo a lanzar los pensamientos oscuros lejos. Me fuerzo a mí misma a terminar la guarrada que me vino a la cabeza porque él me hace sentir intimidada. Me hace sentir pequeña e indefensa y no me gusta. Lo odio. Así que, hago un gesto de cabeza en dirección a su región baja y esbozo una sonrisa burlona.

—No puedo ni imaginarme cómo estarías si te pusiera una mano encima y, ¿la verdad? Prefiero no averiguarlo.

Su piel morena se enrojece, su mandíbula se aprieta y sus puños se cierran.

—Largo de aquí —sisea, con un hilo de voz y un escalofrío de puro terror me recorre entera.

—Con gusto, pervertido —le respondo, con el mismo tono que él ha utilizado y, sin darle tiempo de nada, me bajo de la cama y me echo a andar a toda velocidad hacia el corredor. Cuando estoy en la puerta, me detengo en seco y lo miro sobre el hombro—. El short es divino, por cierto. Luego te cuento dónde puedes conseguir uno para tu sobrino.

Acto seguido, salgo y doy un portazo.





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