De nuevo tú ©

By Itssamleon

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«La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse.» -Oscar Wilde More

De nuevo tú
ADVERTENCIA
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Epílogo
Agradecimientos

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By Itssamleon

Hoy es mi cumpleaños. No debería trabajar en mi cumpleaños, pero, de todos modos, iré un rato a la oficina porque cualquier cosa es mejor que estar en el pent-house. Porque, desde que Andrea dio por zanjado lo que teníamos, apenas puedo estar en este lugar.

No me gusta. Me incomoda. Trae imágenes indeseables a mi mente y me hace anhelar cosas que no pueden ser. Ya no más.

Me miro en el espejo, mientras, con un paño húmedo, me retiro el resto del gel para afeitar que me ha quedado en la mandíbula.

Mi teléfono suena y miro la pantalla. Es una excompañera de la universidad, así que no respondo. Mejor, me abotono la camisa y me pongo la corbata.

El teléfono suena con el tono que indica que he recibido un mensaje, pero, sin siquiera molestarme en verlo, me guardo el aparato en el bolsillo de los pantalones y salgo del cuarto de baño.

No sé por qué me siento particularmente irritable hoy. Como si algo dentro de mí se rehusara a pasar por el desfile variopinto que siempre es mi cumpleaños. Como si la sola idea de pasar el día fingiendo que todo está bien fuese inconcebible para mis emociones.

Y tampoco es que me queje de la cantidad de personas que me buscan para desearme lo mejor este día; es solo que últimamente me siento tan hastiado, que no tengo ánimos de fingir que no me siento del carajo.

Por mucho que me cueste aceptarlo, todo esto de la distancia con Andrea me ha provocado un conflicto para el que no estaba preparado.

Estaba tan acostumbrado a su compañía —a su parloteo incesante, sus comentarios mordaces y burlescos, su risa escandalosa y su música pop que no termina de gustarme— que, ahora que todo ha vuelto a ser como era antes, me siento fuera de lugar. Como si no terminase de encajar en ese estilo de vida solitario que llevaba.

Tomo el saco y el maletín en el que llevo la computadora, y me echo un último vistazo en el espejo.

Bien. Digo, para mis adentros, pero lo cierto es que tengo una pinta miserable.

Las bolsas oscuras que me acentúan los ojos solo hacen que me vea más cansado que de costumbre, pero no he podido dormir bien. De alguna manera, termino despierto, a las tres de la madrugada, sin poder cerrar los ojos hasta que faltan apenas un par de horas para que la alarma suene.

Me aparto del tocador y hago mi camino hacia el pasillo del pent-house.

Por favor, que no esté aquí. Por favor, que no esté aquí. Por favor...

Sí. En esto me he convertido. En un cobarde de mierda que le ruega al cielo que Andrea no esté en casa solo para no tener qué enfrentarla. Para no tener que soportar la indiferencia con la que me trata; como si mi presencia a su alrededor le incomodara. O, pero aún, como si ni siquiera le importara.

Entro en la cocina.

Ahí está ella, con la mirada fija unos papeles que sostiene entre los dedos.

No ha tocado su desayuno. En el plato, puedo ver un pan tostado entero y una manzana cortada en trozos que ha comenzado a oxidarse y, de inmediato, cuando le echo una segunda ojeada desde la puerta, me percato de cómo luce.

Lleva el cabello —largo y oscuro— suelto y en ondas suaves y viste como si estuviese lista para trabajar en la oficina de mi padre.

Caliente como el infierno.

Maldigo para mis adentros, solo porque detesto pensar en ella de esa manera. De todas, si puedo ser honesto.

Me aclaro la garganta, para no sacarle un susto de mierda cuando me acerque a la cafetera, pero sigue tan absorta en lo que lee, no me escucha.

Cuando lo noto, me atrevo a pronunciar:

—Buenos días.

Ella alza la vista de inmediato y, en el instante en el que me mira, todo el color se fuga de su rostro.

—Buenos días —replica, con un hilo de voz y, de inmediato, quiero preguntar si todo está bien.

Lo reprimo.

Mientras dejo el maletín y el saco para después servirme un poco de café, ella se levanta y lleva su plato a la nevera para dejarlo dentro.

Cuando se percata de que estoy mirándola, me regala una sonrisa tensa y nerviosa.

—Me lo comeré después —farfulla.

Asiento, pero no me agrada la idea de que no haya desayunado en lo absoluto.

—¿Trabajas hoy? —inquiero, solo para tratar de aligerar el ambiente, pero es imposible. La tensión entre nosotros es tanta, que no puedo evitar querer alejarme de ella, solo para no notarla así de incómoda.

Niega.

—Tengo unas entrevistas de trabajo —replica y yo asiento.

—Éxito, entonces —digo, sincero, y esta vez, cuando sonríe, hay un brillo amable —y triste— en su gesto.

—Gracias.

Silencio.

—Debo irme... —masculla y me muerdo la parte interna de la mejilla para no pedirle que espere. Para no confesarle que esto —nuestra pequeña interacción— ha hecho que me sienta mejor de lo que me he sentido en días.

No respondo. Le doy un sorbo largo al café caliente y amargo.

Se encamina hasta la salida, pero se detiene en el umbral y me mira por encima del hombro.

—Feliz cumpleaños —dice y, sin más, el pecho se me calienta con una sensación dulce y asfixiante.

De pronto, me siento abrumado, pero sonrío —de verdad: sonrío.

—Gracias, Liendre.

Es su turno de sonreír y toma todo de mí no acortar la distancia que nos separa y besarla.

—Nos vemos luego —dice, nerviosa y le guiño un ojo.

—Que todo salga bien en las entrevistas.

Suspira y, de pronto, luce tan aterrada que quiero abrazarla.

—Gracias —dice y, acto seguido, sale de la estancia.


Cuando escucho las puertas del elevador cerrarse, dejo escapar un suspiro largo y pesado.

Cierro los ojos.

Todavía puedo recordar cómo me sentí aquella noche. Todavía puedo revivir en mi cabeza cada maldita palabra que dijo. Cada sensación que me dejó a flor de piel.

Todavía no logro digerirlo del todo. Una parte de mí todavía se encuentra ahí, de pie en el armario, con los brazos entumecidos y el sabor de sus labios en la boca.

Esa noche, me encerré en el estudio de Dante y bebí como hacía mucho no bebía y, al día siguiente, seguí encerrado y bebí un poco más.

Para no pensar. Para no sentir. Para no tener que enfrentarme a la revolución que Andrea Roldán me provoca. Y, de todas maneras, cuando terminé de revolcarme en mi propia miseria, no fui capaz de ponerle un orden a todo aquello que sentí. Que aún siento.

Sacudo la cabeza en una negativa.

Necesito dejar de darle vueltas a lo mismo. Se supone que tomé una decisión, ahora, debo afrontar las consecuencias de ello. Por mucho que la situación me disguste. Por mucho que quiera que las cosas sean diferentes.

Con eso en la cabeza, termino el café que me serví y salgo del pent-house.


***


El medio día laboral que trabajo se me pasa rápido y lento a la vez. Entre llamadas de trabajo y felicitaciones incómodas, apenas tengo oportunidad de pensar en Andrea —cosa que agradezco— y, cuando me doy cuenta, ya estoy partiendo un pastel de cumpleaños y escuchando las desafinadas Mañanitas en las voces de mis compañeros de trabajo.

Salgo un poco más tarde de lo planeado de ahí, así que me apresuro a llegar al pent-house para ducharme antes de ir a casa de mi hermana.

No espero encontrarme a Andrea cuando regreso, y no lo hago. Sigue fuera del apartamento.

Cuando me percato de ello, no puedo evitar lanzarle al universo la petición de que todo le salga bien.

Me reprimo cuando me doy cuenta de que estoy pensando en ella una vez más y me meto en el agua helada cuando los pensamientos me llevan a lugares más calurosos. A recuerdos que nos involucran a ambos, desnudos, en todos los rincones de este lugar.

No me toma mucho tiempo alistarme, pero, de todos modos, ni siquiera he subido al ascensor cuando Tania me llama por teléfono.

—Ya voy para allá —le digo, sin siquiera molestarme en saludarla, porque ya sé que para eso es que me habla.

—Te amo. Feliz cumpleaños —replica y, entonces, cuelga.

Una sonrisa boba me asalta y niego con la cabeza.


El camino a casa de mi hermana es ligero, pero no deja de ponerme ansioso. Solo quiero que el día acabe. Solo quiero terminar temprano con todo esto para volver al pent-house.

Para volver a ver a Andrea. Me dice el pensamiento, burlándose de mí, y aprieto la mandíbula mientras entronco en la entrada al residencial donde vive.

Una palabrota se me escapa cuando noto la cantidad de vehículos que hay aparcados en la calle y suelto una plegaria silenciosa para que esto no sea lo que creo que es.

Me estaciono tan pronto como encuentro un espacio disponible y me encamino hasta la casa de Tania a paso lento.

Al llegar, toco el timbre.

—¡Sorpresa! —El grito estridente que me recibe, me aturde unos instantes y me toma un poco de tiempo darme cuenta de lo que está ocurriendo.

Me han bañado en confetis y toda la casa está decorada con globos de todos los colores.

Unos brazos delgados y cálidos se envuelven en mi cuello y, de pronto, el perfume de Tania me llena los sentidos.

—¡Feliz cumpleaños, hermanito! —medio grita, contra mi oreja.

—Dijiste que sería algo pequeño —reprocho, pero, muy a mi pesar, sonrío.

—Lo es —dice, aparándose de mí y guiñándome un ojo—. Es solo la familia.

Y no miente. Las cuatro hermanas de mamá están aquí y, con ellas, todos esos primos que hacía años que no veía; muchos de los cuales ya están casados y tienen familia. Efectivamente, solo son ellos y algunos amigos de la preparatoria y la universidad —Oscar y Daniel entre ellos.

—Voy a asesinarte —le digo a Tania, luego de que logro terminar una conversación con la hermana más vieja de mi madre y ella se ríe.

—Lo siento. Te dije que no podía pasar desapercibido —responde y, una sonrisa irritada se dibuja en mis labios.

Y yo que quería ir a casa temprano...

Suspiro, solo porque sé que no voy a poder ver a Andrea antes de que se vaya a dormir y me dirijo a la mesa en la que todos mis primos varones se encuentran.


***


Son casi las diez y media cuando aparco en el estacionamiento del edificio en el que vivo.

Estoy agotado y, pese a que logré deslindarme de la reunión familiar más temprano de lo que esperaba, no puedo dejar de sentir como si el día hubiese durado cincuenta horas.

Cuando bajo del auto, decido que no bajaré todos los regalos que, con mucho cariño, llevaron mis tías y mis primos. Lo haré mañana, ya que me dé la gana despertar; y, con esto en mente, me dirijo hacia la puerta que lleva al ascensor principal.

Voy con la mirada clavada en el teléfono, y reprimo el impulso que tengo de enviarle un mensaje a Andrea para preguntarle si está en casa.

Llamo al ascensor de manera distraída, mientras respondo el mensaje de un compañero de la oficina. Entonces, escucho mi nombre:

—¡Bruno!

Alzo la vista y, de inmediato, esta viaja en dirección a la recepción del edificio.

Un puñado de piedras se me asienta en el estómago y reprimo una palabrota cuando, sin más, Rebeca —enfundada en un vestido negro entallado— aparece en mi campo de visión y avanza hacia donde me encuentro.

José Luis, el portero, va detrás de ella con gesto apenado y mortificado, pero a Rebeca no parece inmutarse. Al contrario, continúa su camino a paso rápido y decidido.

En ese momento, hago un gesto en dirección al hombre para indicarle que puedo manejarlo y, con un asentimiento, se retira hacia la recepción.

—Bruno, buenas noches. Perdona que venga a esta hora y sin avisar —dice Rebeca, tan pronto como se acerca lo suficiente para ser escuchada y, aturdido, la miro unos instantes.

Las piezas aún no terminan de hacer clic en mi cabeza, es por eso que me toma unos segundos sacudir la cabeza en una negativa incrédula y decir:

—¿Qué demonios estás haciendo aquí, Rebeca?

—Necesito hablar contigo.

Suelto una risotada escandalosa y carente de humor.

—Rebeca, por el amor de Dios, no hagas esto —suplico, incapaz de comprender qué diablos ocurre en la cabeza de esta mujer que tiene que hacerse esto a sí misma: venir a buscarme a sabiendas de que no quiero nada con ella—. Vete a casa, con tu marido y tus hijos. Disfrútalos. Valóralos. Ámalos.

—Bruno, voy a dejar a mi marido.

Silencio.

—Rebeca —digo, con tacto—, eso no cambia nada para mí. Te lo dije antes: no quiero una relación. No quiero un noviazgo.

—No quieres una relación? ¿O no la quieres conmigo? —suelta, con amargura y, luego de una pequeña pausa, añade—: ¿Es por la muchachita con la que vives?

Desvío la mirada, al tiempo que cierro los ojos y aprieto la mandíbula.

—¡Contéstame! ¡¿Es por ella?!

—Y si es así, ¿qué? —escupo—. ¿Qué, si es por ella?

El gesto dolido en su expresión me saca de balance. No tenía idea de cuán encaprichada estaba Rebeca con lo que teníamos, al grado de querer echar por la borda su matrimonio. Su familia...

—¿La amas?

Durante unos instantes, soy incapaz de respirar.

No lo sé.

—No.

—¿Sientes algo por ella?

¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Estás loco por ella!

—Sí.

—¿Estás enamorado de ella?

Dilo. Solo... di que sí.

—No lo sé.

Cobarde de mierda.

Los ojos de Rebeca están llenos de una emoción irreconocible, pero no dejo que eso me ablande. Al contrario, me yergo en mi altura y la miro con toda la seguridad que puedo imprimir.

—Vete a casa, Rebeca —digo, con la voz enronquecida por las emociones—. Con tu familia.

Aprieta la mandíbula, pero asiente, derrotada.

—Tienes razón —murmura—. No sé en qué demonios pensaba.

Sacudo la cabeza en una negativa.

—¿Vienes en tu coche?

Asiente.

—Dejé a los niños en una pijamada que organizaron sus abuelos y mi marido salió de viaje de negocios este fin de semana.

—De acuerdo —digo, pese a que no me interesa nada de lo que acaba de contarme. Mi mente está en otro lugar. En todo eso que el subconsciente me decía a gritos sobre Andrea. Sobre lo que siento por ella—. Te acompaño afuera, entonces.

El silencio es incómodo entre nosotros, pero la educación que me dio mi madre me impide no asegurarme de que, al menos, de aquí se vaya sana y salva; es por eso que, con todo y las ganas que tengo de dejar que se las arregle por su cuenta, avanzo a su lado.

Rebeca se entretiene unos instantes rebuscando sus llaves dentro del bolso grande que lleva consigo y hace una broma respecto a lo despistada que es de vez en cuando.

—Se hace tarde, Rebeca —digo, cortando su diatriba a la primera oportunidad, y la sonrisa en su rostro vacila.

—Tienes razón. Yo... —Enmudece por completo, al tiempo que clava la vista en un punto cercano a la salida del complejo.

De inmediato, mi atención viaja hasta ese lugar y el suelo debajo de mis pies se estremece.

Parpadeo un par de veces y maldigo para mis adentros una y otra vez, como una retahíla incesante y odiosa solo porque no puedo creer que esto esté pasando. No puedo creer que Rebeca esté aquí, y Andrea ahí, en la entrada del edificio, con aspecto agotado —¿triste? —, un globo con forma de signo de interrogación y un contenedor repostero diminuto.

Me lleva el demonio.





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