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Amelia

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Amelia

La semana se fue volando y me queda poco por escribir de mi libro. Sin embargo, todo ha ido demasiado bien en mi vida últimamente y mi cerebro parece querer recordarme que la felicidad es efímera.

Hoy es 22 de noviembre. Un mes más que pasa desde que mi padre y mi hermana decidieron partir. Cinco meses desde ese fatídico 22 de junio.

Mi celular vibra en algún lugar de la habitación y alzo el rostro, sorbiendo por la nariz, para localizarlo. Una vez lo tengo en mi mano y veo que Carlos me está llamando, suspiro.

—Hola —musito al responder.

—Eh, hola, mocosa —saluda y yo limpio mis mejillas como si pudiera verme—. ¿Estás lista?

—¿Para qué? —pregunto, mi voz sonando algo congestionada.

—Para ir a la psicóloga. Tienes cita hoy —responde.

—No, la cancelé. Hoy no es un buen día para ir a terapia —musito, tragándome el nudo en mi garganta—. Nos vemos mañana.

—Pues... ya estoy aquí. Puedes dejarme pasar.

Y luego, suena el timbre.

—Carlos... no estoy de ánimos para ver a nadie —murmuro, rascando mi cabeza—. Y estoy horrible, además. No quiero que me veas así.

—Amelia... —lo escucho suspirar—. Mira, sé que no es un buen día para ti, lo entiendo. Pero también sé que no es bueno que lo pases en soledad, ¿sí? Traje café frío, el que te gusta, y galletas de chispas de chocolate.

—¿Por qué? —pregunto, levantándome de la cama para salir del cuarto.

—Porque sabía que no ibas a estar bien.

Abro la puerta del apartamento, todavía con el celular en la oreja, y miro a Carlos por debajo de mis pestañas. Él baja el celular y me regala una sonrisa apretada, mostrándome la bolsa con galletas y el café.

—¿Es de Nutella? —murmuro, desviando la mirada.

—Sí —responde y lo dejo pasar.

Cuando pasa por mi lado, me da un beso en el entrecejo y sigue su camino hasta detenerse en la barra de la cocina. Yo respiro hondo, cerrando la puerta y tomo el café, junto con el paquete de galletas y me siento en el sofá.

—Gracias —murmuro, subiendo los pies al mueble—. Puedes sentarte, si gustas.

Se sienta junto a mí y reposa su brazo en el espaldar del sofá, cerca de mi cuello. No decimos nada por unos minutos, solo escuchándose el sorber de la pajita cuando bebo café y cuando mastico las galletas.

—No estás horrible —murmura cerca de mi oído—. Tus ojos se ven más claros cuando lloras, ¿lo sabías?

—Sí —murmuro, masticando la punta de la pajilla—. Y cuando me enojo también.

Somos fugaces | Autoconclusiva.Where stories live. Discover now