El orgullo de los islos

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  Golpeaba, gemía y repetía. El dolor se acumulaba en su interior, jadeando por momentos por la dificultad que poco a poco se transformaba en impotencia. Su muñeca dolía por el agarre, su antebrazo temblaba por el largo esfuerzo y poco descanso recibido. Gimió con fuerza al estocar, tragándose el lamento en una mueca de furia y determinación, quería gritar al cielo, cansada de la falta de coraje, pero se abstuvo, decidiéndose por hacer otro corte rápido y certero. La espada cayó de su mano, la vibración causada por el extenso tiempo de ejecución había terminado por vencer su cuerpo físico, pero no su determinación. Cerró el puño y golpeó tanto como pudo, terminando por destruir el tronco al cabo de un rato que había servido de canalizador de su impotencia e ira. Cayó de rodillas, sus cabellos bloquearon su rostro, ocultando la mueca de frustración y las lágrimas que lentamente resbalaban por sus mejillas. Rasgó el suelo, llenando sus uñas de tierra blanda. Su visión empeoró en un instante, perdiendo el equilibrio de sus extremidades, que provocó su caída al suelo, como pudo se volteó, observando el cielo antes de cerrar los ojos. La camisa blanca que la protegía se fue tiñendo de rojo por una herida a la altura de sus costillas, que advertía la fatalidad si no se le atendía con urgencia.

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Golpearon el suelo con el pie dominante al recibir la orden, distanciando las piernas, sus manos, abrazadas de sus muñecas en su espalda baja. Nadie habló, ni expresó opinión alguna con sonidos bajos, no se atrevieron, más por respeto que por temor, que indudablemente sentían. El hombre frente a ellos, resguardado por una dama alta de tez negra los observaba, solemne, con un tenue brillo en sus centelleantes ojos de color negro y azul.

  --Han sido lo mejor de lo mejor --Dijo, acallando por fin el silencio--, sus proezas en batalla demuestran lo que un hombre de Tanyer es capaz, y ustedes sin duda lo son. Mis orgullosos soldados, están aquí presentes porque debo recompensar su valía, su fiereza y lealtad. --Tocó mentalmente la opción: Ascender todos, permitiendo que los cien nombres en la lista recibieran un símbolo de mejora.

  *Diez de tus soldados han cumplido los requisitos para ascender*

  *Has completado la tarea oculta: Diestro soldado, fácil batalla*

  *Has ganado cien puntos de prestigio*

  *Obtienes mil monedas de oro*

  *Las monedas se han transferido a una ranura especial de tu inventario*

La duda lo invadió, un sentimiento que compartieron sus súbditos, aunque por razones totalmente distintas, ya que ellos fueron influenciados por la mejora, notando el nuevo poder en sus cuerpos, que se asemejaba a la sensación cuando el joven soberano de Tanyer les había compartido su "bendición", mientras que la razón de Orion se basaba en el hecho de que diez de sus hombres habían logrado saltar del rango militar: Soldado de tercera clase a Soldado de primera clase, una hazaña a sus ojos, pues, pese a que no entendía el funcionamiento de rangos, sabía que un Soldado de tercera clase necesitaba mínimo de diez muertes acumuladas para ascender, pero, para hacerlo a Soldado de primera clase eran necesarias sesenta muertes, una cantidad que solo Mujina había sido capaz de lograr. Pero todavía había una sorpresa más, de los diez individuos solo dos pertenecían a nombres humanos, el resto eran de la raza islos, algo no sorprendente por el poder de sus transformaciones, acrecentando la curiosidad por esos dos hombres humanos. Volvió a tocar la opción: Ascender todos, tomando un momento para que la tranquilidad fuera devuelta.

  --Mujina --Dijo, sin darle una mirada ni ver su asentimiento--. Han sido recompensados por el esfuerzo --La dama alta abrió el cofre grande a sus pies, sacando un par de bolsas de cuero--, ahora serán recompensados por su lealtad... Acérquense uno a uno para recibirla. --Ordenó.

La extrañeza continuó dibujada en sus rostros, no logrando entender lo que había sucedido. Una joven dama, de mirada dura, vendada de su brazo izquierdo y con una cicatriz fresca en su mentón avanzó, recibiendo con timidez el pequeño saco de cuero. No lo abrió, y aunque escuchó el tintineo metálico, optó por esperar.

El diario de un tirano Vol. IIWhere stories live. Discover now