Un hasta pronto no es un adiós

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  La fría madrugada era combatida por enormes fogatas, con llamas que se extendían hasta tocar las nubes, pero aunque la zona estaba considerablemente iluminada, los presentes mostraban expresiones oscurecidas, repletas de un dolor que todos algún día de sus vidas llegarán a experimentar.

Orion se quedó de pie, estoico por el cúmulo de emociones que rondaban en el aire. El golpeó del viento sobre su capa la hizo ondear, al igual que sus alborotados cabellos, tapando por momentos su imperturbable mirada. La sangre de la batalla aún persistía en varias partes de su cuello y armadura, siendo sus brazos y manos los únicos lugares donde había hecho por quitarla.

Mujina, quién había solicitado un permiso especial para la ocasión sonrió dulcemente al ver a su señor, mostrando su hermoso vestido rojo, que lucía espectacularmente al acercarse a la zona del ritual.

En el centro, rodeadas por las cinco grandes fogatas, varias camillas de paja se encontraban replegadas, todas provistas por cuerpos inertes de valientes individuos que sacrificaron sus vidas por el bien de Tanyer y, al lado de cada uno de los cuerpos, una o dos personas se hallaban, arrodilladas y con cuencos sobre sus piernas llenas de un líquido rojo viscoso, con el mismo que ocupaban para pintar las extremidades de los fallecidos, con expresiones de extremo dolor y las lágrimas escapando por momentos de sus ojos.

  --Te tuve entre mis brazos el día que E'la me bendijo con tu llegada --Dijo una madre, de cabello cano y trenzado, con el dolor dibujado en su rostro, pero con la fortaleza que caracteriza a una montaña-- y, hoy, al despedirme porque Ella pide por tu regreso, nuevamente te tengo en mis brazos... Fuiste un gran hijo, un gran hombre, pero sobre todo, un gran islo --Una solitaria lágrima resbaló por su mejilla--. Estoy orgullosa de ti hijo y, sé que tu padre también lo estaría --Al completar con el ritual se colocó de pie, observando al tranquilo hombre acostado sobre la camilla de paja--. Que E'el te de la fuerza para cruzar el páramo negro, mi niño...

Orion se mantuvo solemne en cada momento, pero eso no significaba que no estuviera curioso sobre el acto ceremonial efectuado por las dos razas vasallas a él. No solo era incomprensión y duda lo que sentía, era algo más que se destacaba al observar las expresiones de dolor de los padres de los fallecidos, no entendiendo de dónde radicaba ese sentimiento tan profundo. En el laberinto la muerte era algo recurrente, a la que solo evitaba por el sencillo hecho que odiaba regresar a la pequeña habitación, pero nada más allá de eso ocurría. Sabía que después de ser asesinado, o haber muerto por sus propios errores, volvería, retomando el camino para continuar con su tarea. La muerte era algo conocida en el laberinto, pero aquí, en el nuevo mundo era un ser extraño, que te arrebataba de los tuyos sin dejarte volver y, eso no lo lograba entender, por lo que la pregunta de si él llegaba a morir en el nuevo mundo comenzó a carcomerle la cabeza, teniendo como incógnita cual sería su destino: ¿Sería algo similar al de sus vasallos? ¿O volvería al laberinto? Pero fuera como fuese no era una pregunta a la que quería encontrar respuesta.

  --... Aquí está tu madre --Susurró en su oído, humedeciendo la paja con sus lágrimas--, a tu lado --Levantó el rostro, mirando de cerca a su hijo con rostro infantil-- y, prometo que no me separaré de ti, nunca lo haré, pero solo te pido que abras los ojos, por favor, tu madre te suplica por ello. Abre los ojos, Dilyan y, te prometo que no iré a ningún lado... Por favor hazlo --Cuando la tranquilidad por la escasez de lágrimas volvió a su cuerpo, un ápice de odio y furia comenzó a envolver su corazón--... No era tu pelea, tú no tendrías que haber estado ahí, no tendrías que haber estado... Nunca te enseñé a usar el arco para matar personas, no lo hice por ello... No debiste estar, no debiste... --Sus ojos rojos e inflamados observaron una vez más el cuerpo calcinado de su retoño, que el fuego milagrosamente no había conseguido desfigurar su rostro.

Mujina subió a un podio improvisado de madera, donde con una expresión solemne observó a cada uno de los presentes, sus manos y brazos, pintados igualmente con la sangre de los animales sacrificados brillaron al ser iluminados por las llamas de las fogatas. Respiró profundo al dirigir su mirada a los cinco fuegos, comenzando a danzar lentamente, con movimientos sublimes. Su danza relató una historia de lucha y gloria, de un pasado que parecía tan lejano que muchos creían inexistente y, para los más longevos del lugar, aquella danza les devolvió algo que pensaban olvidado, era como si pudieran escuchar las voces de sus ancestros en cada movimiento de la santa de los islos, como si fueran nuevamente esos pequeños infantes a la luz de la luna, escuchando las promesas al lado de las cálidas llamas.

  --¿Por qué lloras, abuelo? --Preguntó una dama, intrigada por el extraño suceso, pues, a sus ojos, el hombre de barba larga y canosa representaba la definición de la fortaleza, resistente a todo ello que la vida le había lanzado. Vivió los diez años obligatorios como esclavo en la capital del reino, al volver perdió su mano buena en una batalla con las bestias del bosque, presenció la despedida de sus dos hijos varones para ejercer el cumplimiento como esclavos, nunca volviéndolos a ver y, se despidió de la mujer que amaba con el dolor oculto en su rostro. Ni una sola vez había logrado verlo llorar, ni una lágrima había salido de sus ojos, su viejo abuelo siempre había parecido imperturbable, serio y, hasta sereno, por lo que la gota cristalina que ahora observaba no podía hacer más que dejarla sumamente confundida.

  --Esperanza --Respondió con el tono agrietado por el dolor y la alegría--, después de generaciones, podemos actuar con libertad, los grilletes invisibles que nos atacaban por fin han desaparecido, querida niña --Volteó para verla--, somos libres.

  --¿Lo somos? --Preguntó, observando de reojo al estoico señor de Tanyer.

  --Has vivido poco tiempo, querida niña, ni siquiera puedo explicarte lo que el Barlok ha hecho por los Kat'o, por nosotros como raza... --Apretó los labios con fuerza, intentando malogradamente que las lágrimas dejarán de fluir. Parecía que el dolor de los últimos 60 años por fin había conseguido una salida.

  --No es necesario, abuelo, te creo. --Sonrió dulcemente con la mirada humedecida, observando con otra luz al joven Orion.

El ritual llegó a su fin, permitiendo que todos los familiares dieran su último adiós, al acabar, las antorchas ceremoniales fueron encendidas y, como dictaba la costumbre, los diez escogidos comenzaron a prender las camillas de paja.

  --Buenos y valientes, que E'el les dé la fuerza para cruzar el páramo negro. --Gritó Mujina con fuerza, orgullosa por haber compartido el campo de batalla con los caídos.

El grito fue acompañado por las palmas abiertas en alto de los islos presentes, los ancianos de los Kat'o y estelaris, para terminar con los más jóvenes de las respectivas razas, quienes imitaron la acción de sus mayores.

El diario de un tirano Vol. IIWhere stories live. Discover now