CAPÍTULO 20

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Tras insistirle varias veces más se niega a escucharme y aunque el médico no para de recomendarle que se quede un par de días más, no hay forma. Está decidido a salir del hospital y no podemos hacer nada. Recojo todas sus cosas y cuando me pide que abra el pequeño armario para sacarle la ropa limpia que le trajo su compañero hace unos días, me doy cuenta de que el pañuelo al que hice los nudos está ahí. Me inclino para cogerlo y cuando ve que lo tengo en la mano me habla:

—No paras de olvidártelo. —Lo observo y está tan sucio que me dan ganas de tirarlo, pero se ha tomado tantas molestias para conservarlo que decido quedármelo—. Cuando te fuiste vinieron a cambiar las sábanas de la cama y al abrir los cajones de la mesita para limpiar lo encontraron. Por suerte estaba en la habitación y pude recuperarlo. Si llego a salir, como otras veces cuando vienen mis compañeros, te quedas sin él.

—Oh, gracias. —Lo guardo en mi bolso. Al final el dichoso pañuelito se va a convertir en algo importante para mí. Me gusta que Gorka sea tan atento.

Para que no tenga que esforzarse demasiado solicito ayuda a un celador y este, sabiendo quién es el paciente, no tarda en traer la silla de ruedas. Con cuidado, se acomoda en ella, coloca los bastones entre sus piernas y mientras el celador lo guía por el largo pasillo hasta el ascensor yo camino junto a ellos cargando sus cosas. No son demasiadas, pero sí muchas más de las que llegué a almacenar yo. Nada más salir del hospital vuelvo a alabar mi suerte al recordar que el coche está cerca y cuando Gorka intenta subir al asiento del acompañante su pierna comienza a molestarle por la mala postura y tiene que cambiarse a la parte de atrás para poder llevarla estirada.

Mientras vamos hasta su apartamento no para de criticar mi forma de conducir y tengo que esforzarme por mantener la calma. Por culpa de Margarita y su sobrino llevo días con un humor de perros y aunque no quiero pagarlo con él, como no deje de molestarme al final explotaré. Son tantas las cosas que estoy tratando de asimilar estos días que reconozco que ando un poco fuera de lugar y no me centro como debería.

Como si supiese lo que estoy pensando, freno con brusquedad para evitar colisionar con un taxi y cuando espero un nuevo comentario solo oigo su respiración. Debe de estar viendo mi cara por el espejo retrovisor e intuye que estoy muy cerca de alcanzar mi límite.

Al llegar al edificio en el que está su piso, descubro que vive en un cuarto sin ascensor y me echo las manos a la cabeza.

—¿Cómo diablos vas a subir ahí?

—Saltando. —Se encoge de hombros.

—Pero ¿tú sabes cuántos escalones debe de haber?

—Claro que lo sé, los subo todos los días varias veces —se mofa.

—Pero esta vez tendrás que hacerlo con una sola pierna.

—Una pierna y dos muletas. —Mete la mano en su bolsillo, saca la llave que me pidió antes para guardársela y así no tener que buscarla entre sus cosas y, en cuanto abre, comienza a subir los escalones como si su cuerpo no pesara.

—¿Cómo diablos haces eso? —digo sofocada detrás de él. Acabamos de pasar el primer piso y a mí ya me falta el aliento.

—Con mucho entrenamiento. Recuerda en qué trabajo —responde sin un solo síntoma de ahogo y, con gran soltura, sigue subiendo. En el tercero ya no puedo más y tengo que pararme para hacer una pausa. Al notar que no lo sigo se detiene y me espera—. ¿Tengo que llevarte en brazos? —se burla y, mirándolo con la frente arrugada, termino de subir los escalones que me faltan.

Cuando abre la puerta de su apartamento me quedo sorprendida por el orden que se aprecia en él y en el momento en que entro un agradable olor a limpio me da la bienvenida. Ni siquiera cuando entro en mi casa, con lo obsesiva que es mi madre con la limpieza, huele así.

LA MANGUERA QUE NOS UNIÓ - (GRATIS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora