CAPÍTULO 37

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Toma una gran bocanada de aire y cuando está a punto de expulsarlo niega con la cabeza.

—No... no puedo. De verdad que no puedo. Nunca se lo he contado a nadie. —Arruga su frente y entiendo que está sufriendo.

—De acuerdo, no lo hagas ahora si no quieres... —Siento que no está preparado y decido darle un poco más de margen. Llevamos poco tiempo juntos y quizás todavía no me tiene la confianza suficiente.

Veo como vuelve a tomar aire y, para mi sorpresa, comienza a hablar.

—Cuando era solo un chaval... —Por su voz forzada sé que le está costando un gran trabajo hacerlo—. Creo que ya te comenté alguna vez que siempre estaba metido en problemas. —Asiento para que sepa que le estoy escuchando—. Pues eso, cuando todavía era un chaval mis abuelos decidieron hacerse cargo de mi hermana y de mí para que mis padres pudiesen trabajar. Ellos siempre estaban fuera de la ciudad y solo los veíamos en las fiestas o los fines de semana. Hubiésemos podido irnos a vivir con ellos, pero mis padres siempre creyeron que nuestra vida estaba en Toledo y que debíamos permanecer allí. Ya teníamos creado nuestro círculo de amigos y volver a empezar en otra ciudad, y a nuestra edad, era un cambio muy grande. —Aprieta sus labios al recordar—. Yo de por sí ya era bastante... inestable, y creo que por eso prefirieron no arriesgarse. —Algo llama mi atención en su frente y al fijarme mejor puedo ver un par de gotas de sudor cerca de su sien—. El día que... —Traga saliva con esfuerzo—. Una mañana... mientras mis abuelos estaban haciendo la compra, quise deshacerme de los embalajes de algunos productos que había robado junto a unos amigos para que no se enterasen y algo salió mal. —Inspira profundamente a la vez que aprieta su mandíbula y me preparo para lo que viene—. Guardaba una caja de metal en la habitación, así que decidí hacer trozos los cartones, los metí dentro y cuando intenté prenderles fuego con un mechero no pude porque estaban húmedos. Habían pasado la noche en el patio escondidos tras unos palés y todavía estaban mojados por el rocío. —Pasa la lengua por sus labios antes de continuar—. Recordé entonces cómo quemaba mi abuelo los montones de hojas secas que recogía todos los años y... — Aprieta sus labios—, se me ocurrió la brillante idea de bajar al garaje a por un poco de gasolina. Siempre la guardaba en la misma garrafa de plástico y sabía perfectamente dónde estaba. —Exhala como si se estuviera agobiando—. Eché un pequeño chorro en un vaso, regresé con la mezcla a mi habitación y la vertí sobre los cartones. Acerqué el mechero y, sin que lo esperase, la gasolina explotó, o esa es la impresión que a mí me dio. —Se detiene por unos segundos y espero callada—. Me asusté tanto que los cartones salieron volando por los aires y cayeron en todas partes.

—Mierda —susurro y me mira.

—Las... cortinas comenzaron a arder, al igual que las sábanas y colcha, y en apenas unos segundos la habitación estaba en llamas. —Mira al suelo haciendo una pequeña pausa y sé que está sufriendo. Valoro pedirle que pare, pero algo me dice que exteriorizarlo le podría ayudar, así que le dejo continuar—. Mis abuelos llegaron en ese momento y al ver desde la calle lo que estaba ocurriendo corrieron para ayudarnos. —Sus ojos se empañan y detengo mi respiración—. Mi abuela logró sacar a mi hermana ilesa, pero mi abuelo se quedó atrapado conmigo en la habitación. —Sus labios quedan en una línea recta y cuando creo que se va a derrumbar, inspira para seguir—. Vivíamos en un tercer piso, así que las posibilidades eran escasas. La altura no nos permitía escapar por la ventana y la salida estaba siendo devorada por el fuego. —Noto como las lágrimas se le agolpan en la garganta y acaricio su brazo. Debe de estar muy cerca ya de lo que tanto le atormenta—. Como pudo, abrió la ventana y, agarrando mis manos, me descolgó hasta asegurarse que mis pies quedaban apoyados en un saliente de la fachada. —Su respiración se vuelve cada vez más rápida y mi estómago instintivamente se encoge—. Cuando miré hacia arriba creyendo que él me seguiría su rostro estaba ensangrentado y sus ropas... Sus ropas ardían. —Seca con rapidez sus ojos y puedo notar como su barbilla tiembla—. Lo último que recuerdo es oírle decir que se quemaba y sacar angustiado parte de su cuerpo por la ventana. —Cuando parece que va a echarse a llorar, contrae su mandíbula y logra encontrar la fuerza suficiente para seguir hablando—. Por más que le grité que aguantara, la llamas se asomaron tras él y por una décima de segundo pude ver en sus ojos lo que iba a hacer. Murió por mi culpa, Mariajo... —Me mira y sus ojos rojos me indican el gran dolor que está soportando—, y lo peor de todo es que tuvo que decidir delante de mi abuela y de mi hermana cómo lo haría... O saltaba sabiendo que no lo lograría o moría abrasado por las llamas.

LA MANGUERA QUE NOS UNIÓ - (GRATIS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora