—Dios mío, Gorka. Creí que habías muerto... —ignoro su pregunta llevada por la angustia—. ¿Estás herido? —le pregunto al tiempo que me levantan el respaldo ahora a mí y mi voz suena embotellada—. ¿Te has hecho daño?

—Un poco. —Aprieta los dientes cuando el médico levanta su pierna mientras alguien mete bajo ella una férula de goma. Temo que se la haya roto—. Pero no es nada que no se pueda arreeeglarrrr. ¡Joder! —protesta cuando la hinchan y, echando la cabeza hacia atrás por el dolor, maldice.

—Lo siento —se disculpa el médico—. Después de esto vas a tener que tomarte unas largas vacaciones. Me temo que tu tibia y tu rodilla no han salido bien paradas. —Lo examina un poco más—. Y además tienes que dar gracias. El tabique que se te ha caído encima podría haberte matado.

—¿Qué? ¿Se te ha caído una pared encima? —Lo miro asustada sabiendo que podría haberlo aplastado y trata de quitarle importancia.

—Tus paredes estaban tan calientes que no han dudado en echarse encima —bromea, pero le dura poco—. ¡Joderrr! —exclama cuando el médico corta su pantalón.

—Necesito limpiarte las heridas antes de irnos para evitar infecciones —vuelve a disculparse y cuando miro hacia su pierna la veo cubierta de sangre.

—¡Mierda! —suelto sin pensar y aparto la mascarilla de mi cara de forma inconsciente—. ¡Te la has destrozado!

El enfermero al darse cuenta de que estoy sin ella no duda en obligarme a ponérmela y me doy cuenta de que estoy algo mejor. Antes no pude retirármela ni un par de segundos y ahora he aguantado un poco más.

—Vamos, chicos. Ya están listos —habla de nuevo el doctor y alguien tira de nuestras camillas, separándonos.

—Esperad —les dice Gorka y todos miramos en su dirección. Alza un poco su enorme y gruesa chaqueta ignífuga y cuando mete la mano en el pantalón del mismo material saca de su bolsillo una especie de bola sucia y de aspecto blando—. Esto es tuyo. —Lo estira en mi dirección y al ver los nudos abro mis ojos con sorpresa—. Lo tuviste contigo todo el tiempo mientras te sacaba de ahí, pero se te debió de caer en algún momento y al verlo me lo guardé.

Alguien lo toma para hacérmelo llegar y cuando lo pone sobre mi mano siento una gran emoción. No por lo que es, sino por la intención que ha tenido con ello. Le sonrío en agradecimiento y, con cuidado, nos suben a cada uno en nuestra ambulancia, pero antes de que cierren las puertas lo oigo gritar.

—¡Mariajo! ¡Te echo una carrera! El primero que llegue decide dónde ir el próximo día. —Sonrío sabiendo que no podré alzar la voz tanto como él debido a mis pulmones y sin opción a aceptar su apuesta, nos ponemos en marcha.

Al llegar me dejan en una sala de espera y aunque lo busco con la mirada, no lo encuentro por ninguna parte. Un neumólogo vestido con una bata blanca me ausculta y al notar mi todavía dificultad para respirar con normalidad, me pide algunas pruebas. Con el resultado en mano decide internarme en el hospital. Al ver que me asusto me asegura que me recuperaré sin problemas, pero prefiere tenerme cerca y en observación unos días hasta ver cómo evoluciono. El traumatólogo que ha revisado mi golpe en la cabeza opina lo mismo y, al final, tengo que aceptar el ingreso.

Cuando ya estoy en la habitación pido un teléfono que no tardan en traerme y llamo a mis padres. Hace al menos tres horas que ocurrió todo y al haber perdido el mío en el incendio no he podido avisarlos y lo último que quiero es que alguien se me adelante y les haga pasar un mal rato.

—¿Sí? —La voz dudosa de mi madre al recibir una llamada de un número que desconoce me responde al otro lado.

—Hola, mamá... —Hago una pausa al no saber cómo empezar.

LA MANGUERA QUE NOS UNIÓ - (GRATIS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora