—¿Qué vale eso de ahí? —señala un producto que no logro distinguir y siento ganas de llorar. ¡Necesito que se marche ya! Miro hacia atrás buscando una excusa para entrar al almacén de nuevo y vuelve a dirigirse a mí—. Esa caja azul.

—No sé a qué se refiere... —Con disimulo seco el sudor de mi frente y aprieto más los muslos. Si al menos tuviese puestas las jodidas bragas podrían actuar como mordaza. Pero no, la mala suerte ha querido que también se me rompieran. Empiezo a creer que alguien o algo se está riendo de mí.

—El complemento vitamínico que está justo a la derecha.

—¡No está en venta! —grito llevada por la angustia al percatarme de que la bola ya está llegando a la salida.

—¿Cómo? —Me mira incrédulo por un segundo y se acerca más al producto.

—¡Está caducado! —Aprieto la mandíbula, como sin con ese gesto pudiese detener lo que está a punto de suceder.

—Disculpe, pero desde aquí puedo ver que para eso aún falta un año. ¿Puede abrir la vitrina para sacarlo? Me gustaría saber qué proporciones contiene. Llevo tiempo buscándolo.

—Em... —Mi barbilla tiembla— Em..., sí, bueno. —Junto las rodillas todo lo que puedo, me santiguo mentalmente y camino en su dirección como si fuese un pingüino.

Aunque intento disimularlo, noto como me mira y cuando me acerco a él puedo ver que levanta una ceja. Se aparta para dejarme paso, meto la mano en el bolsillo de mi bata con rapidez y después de sacar la llave trato de encajarla para abrir la vitrina, pero al darme cuenta de que no alcanzo, por instinto, me pongo de puntillas. En ese mismo instante todos mis miedos cobran vida. Un sonido parecido al descorche de una botella emerge de entre mis piernas y, desde la cabeza hasta los dedos de los pies, me quedo paralizada. La maldita bola ha salido a presión de mi cuerpo sin que pueda evitarlo y, tras botar en el suelo, rueda hasta sus pies. Los dos nos quedamos en un completo silencio y en mi cabeza solo cabe un pensamiento: «Me quiero desmayar, necesito desmayarme. ¡Me urge desmayarme! Cuerpo, desmáyate ¡Desmáyate!»

Incapaz de moverme, ni siquiera para pestañear, como si mi cerebro quisiese hacerme pasar por una estatua, veo el momento exacto en el que el señor pepino baja la vista al suelo y, con una sonrisa traviesa en su boca, se inclina para cogerla. Ante mi atónita mirada la toma entre sus dedos y, tras observarla durante varios minutos, me la ofrece.

—Creo que se te ha caído esto. —Viendo que sigo más inmóvil que al principio, toma mi mano, me coloca la bola en el centro de la palma y cierra mis dedos en un puño para que no se me caiga otra vez—. Ya vendré otro día a por más de eso que tú y yo sabemos. —Me guiña uno de sus oscuros ojos y, dejándome con la palabra en la boca, o, mejor dicho, sin palabras, se marcha.

—Me qui-e-ro mo-rir.

Es lo único que acierto a decir cuando por fin lo veo salir por la puerta y tengo que poner las manos sobre mi pecho para sujetarme el corazón. Me late con tanta fuerza que temo que se me pueda caer en cualquier momento.

Al notar que no logro calmarme y que con cada minuto que pasa me altero más, busco entre los cajones de la medicación algo que me ayude y opto por un ansiolítico de acción rápida. Entonces lo pongo bajo mi lengua. Mientras espero a que me haga efecto cada vez soy más consciente de lo que acaba de ocurrir. Hiperventilo, gimoteo y hasta hipeo, pero no sirve de nada, la humillación me oprime tanto en el pecho que apenas puedo respirar.

Cuando me doy cuenta de que todavía estoy sosteniendo la bola en la mano, la lanzo cabreada contra la pared, culpándola de mi vergüenza y, para colmo de mis males, deja una marca en la pintura. Al verla no puedo más y comienzo a llorar. Margarita no tardará en bajar a revisar y lo que menos me apetece ahora mismo es aguantar otro de sus sermones.

Trato de recomponerme y, dando por hecho que pasaré la mañana sin bragas, en un momento de lucidez recuerdo que guardo algunas desechables postparto en el almacén. No dudo en usarlas. Así, al menos, si me tiene que atropellar un coche al salir, cosa que no descarto según se está presentando la mañana, mi madre no pasará tanta vergüenza. Si hay algo en lo que me insiste desde que soy pequeña es precisamente en eso... "Hagas lo que hagas, siempre, ponte bragas y, por supuesto, limpias".

Tras barajar, incluso, la posibilidad de cerrar la botica debido al suceso, logro sacar la fuerza suficiente para calmarme un poco y cuando estoy a punto de sentarme en el taburete que guardo siempre detrás del mostrador, las puertas se abren y mi amiga Lucrecia aparece con una gran sonrisa tras ellas.

—¿Preparada para la fiesta del fin de semana? —canturrea mientras se acerca. Tenemos una despedida de soltera que celebrar y aunque a mí no me hace especial ilusión, ella parece estar ansiosa desde hace semanas—. ¡Ojú! —exclama cuando la tengo enfrente—. ¿Qué te pasa en la cara, nena? Parece que has visto a un fantasma.

—Pues no te diría yo que no... —Dejo salir un suspiro. Si de algo estoy segura es que ese tipo fantasma es un rato. Si al menos hubiese mostrado un poco de educación... Podría haber disimulado o fingir que no había visto nada, pero no..., ha preferido dejar constancia, y bastante clara.

Vuelvo a ponerme en pie y noto una presión extraña en mi vagina. La siento tan agotada que no me extrañaría que en cualquier momento jadease sofocada. Después de toda la tensión a la que la he sometido hoy solo espero que no se me contraiga.

—¿Qué ha ocurrido? —Apoya las manos en el mostrador y espera a que responda.

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Y yo espero haber logrado sacaros una sonrisa. ¡En unos días más! Mientras, os espero en mis redes sociales donde iré anunciando otras cositas.
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LA MANGUERA QUE NOS UNIÓ - (GRATIS)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora