Bebió toda la infusión. Y casi de forma instantánea, se adormecía. Ese té debía ser de alguna hierba relajante, como el tilo. Estaba mucho más tranquila. Anhelaba un sueño reparador. Y esperaba despertar en casa. Y que todo aquello fuera producto de su imaginación.

El sujeto se acercó a ella, y la observó mientras se dormía.

—¿Cuándo me podré ir? —preguntó cansinamente, entre lágrimas que florecían sin esfuerzo. Llegó a creer que realmente estaba viviendo dentro de un sueño eterno—. Quiero estar en casa...

—Cuando se acerquen...

—Creo que no entiendo que es lo que querés decir... —susurró.

—No importa que no entiendas, porque no es nada malo, al contrario, es algo bueno para vos —repuso la voz—. Y para él...

—Te parecés mucho a alguien... —le susurró Julieta con la voz extenuada—. A alguien que conozco...

—¿A quién, Kuyenrai?

—¿Qué es eso...? —preguntó en voz muy baja, con sus ojos cerrándose, mientras intentaba abrirlos de forma voluntaria.

—Una flor. Una flor de luna, pálida y bella —susurró el extraño—. Voy a cantarte una canción de cuna, para que duermas en paz.

Julieta tragó saliva, intentando recordar a quién se parecía esa persona que apenas podía distinguir, incluso el timbre de su voz era semejante. En un idioma que le sonó desconocido, la transportó con el mismo amor de una familia que amaba a sus hijos y a sus ancestros más primitivos. Nuevamente volvía a sentirse en paz. También la canción estaba segura de que la había escuchado de alguien conocido, en algún lugar. Le transmitía confianza, y protección. Como alguien más. Mientras los ojos del hombre se le clavaban en los suyos de forma penetrante. Aunque no los veía con claridad, sí percibía el brillo pequeño que se hacía en ellos, como estrellas.

Julieta abrió sus ojos de repente, enderezándose.

—Ariel —lo llamó.

Se parecía a Ariel. Su aspecto físico un poco confuso y, sin embargo, similar. Él también le había tarareado esa canción de cuna, cuando sufrió el último ataque de fobia. Era la misma. Estaba segura. Pero volvió a cerrar sus ojos vencida por el cansancio. Dibujando su silueta, el hombre era muy parecido. ¿Sería su padre...? Estaba tan agotada que no podía siquiera razonarlo.

—Mejor descansá... —susurró él, acariciando su cabeza. Como influida por magia, Julieta cayó en un profundo sueño. Y ese muchacho quedó allí, sentado en una pequeña butaca, velando su reposo. Los sonidos se apagaban alrededor—. Ya vienen por vos, nadie te desampara.

Las últimas palabras que escuchó Julieta le sonaron a una promesa. Y no mentía. Porque esa misma mañana, la estarían buscando no solamente sus padres. Ariel Lestelle Piacenzi tenía una voz en su corazón que lo llevaba directamente a ella. Anteponiendo a Julieta antes que a todo lo demás. Incluso su propio futuro y sus sueños.

n n n

Recortados a la sombra del atardecer, tres jóvenes montados a caballo se dibujaban contra la vegetación espesa y oscura, que se terminaba abruptamente para dar paso a un descampado.

Ariel, Fernando y Santiago habían cruzado el bosque, con mucha lentitud, acorde a un rastrillaje, adentrándose a lo desconocido, ascendieron por el sendero de la montaña donde el terreno crecía y se escarpaba cada vez más. Tras aquella vegetación natural, donde rondaban animales salvajes que la reserva preservaba de los cazadores, jamás tocada por el hombre, detrás de aquello, lo que vieron los dejó en el cúmulo de la sorpresa. Aunque Santiago sonrió al ver el paisaje que le era familiar. Frente a sus ojos, se alzaban pequeñas viviendas, humildes, huertas grandes en espacios cercanos, y personas que salían a su encuentro en forma pacífica. Había algunos perros que salieron al paso, ladrándoles a los caballos, sin asustarlos.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Where stories live. Discover now