Capítulo 33

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Fernando había demostrado un interés genuino que no sobrepasaba una simple e inocente amistad. Como Julieta misma había visto, las cosas con él eran diferentes, en el colegio era un tonto, pero era un hombre maduro para hablar, para trabajar y prestar colaboración y solidaridad, ¿verían esas cosas las chicas que lo seguían por toda la escuela, o solo veían que era el chico lindo y nada más?

Era un amigo, con todas las letras. ¿Por qué no lo contempló antes? Él seguramente la escucharía. Así como fue hacia la casa de Carolina, se le ocurrió al día siguiente caminar hacia la chacra de Fernando. Esperaba que el camino después de la lluvia hubiese mejorado un poco.

La verdad era que no, estaba tan embarrado y húmedo y de a ratos había baches llenos de agua, que era imposible pasar. Y eso que el día estaba soleado, aunque muy frío. No alcanzaba para terminar de secar el camino. O se embarraba para llegar o... Su padre se había negado rotundamente a llevarla a riesgo de quedarse estancados con el auto en cualquier pozo.

—¡No escarmentás vos!, ¿eh? ¿Qué hacés sola por acá? —gritó una voz conocida a su espalda. Los cascos del caballo sobre la tierra pararon a su lado en medio de todo el barro salpicándola, la sonrisa blanca de sus dientes destellaba tan intensamente que Julieta recordó una publicidad. Estaba de camisa, arremangado, medio desprendidos los botones, bombacha de campo color marrón y unas Nike nada acordes pero que, sin embargo, le quedaban bien. Fernando era un ejemplar campero totalmente sexy. Porque el cuerpo que tenía lo hacía aparentar unos 25 años. Las mujeres adultas también lo miraban con ganas. Aunque Julieta nunca había podido verlo así.

—¡Hola! —saludó ella entusiasmada, realmente se alegraba de verlo y sonrió contenta—. Quería llegar hasta tu casa, la verdad —admitió—. ¿No tenés frío? —se alarmó al verlo que estaba todo desabrigado.

—Nop. ¿A mi casa? ¿Me venías a visitar? —se sorprendió Fernando, rascándose su barbita —Subí, entonces, que te llevo —estiró su mano para que Julieta se montara en Centella. Pero ella se negó, dando un par de pasos hacia atrás.

—¿A caballo?

—No, ahora traigo la 4x4 que tengo un poco más atrás y te llevo. Sí, boba, a caballo. No hay otra forma de llegar, por ahora. Dale que en un toque llegamos.

—Nunca me subí a uno —mintió Julieta porque le daba vergüenza. Qué tonta, sintió que se sonrojaba, no había nadie en Carillanca que no supiera montar—. Bueno, sí, pero casi me maté —recordó un único día que había ido con Carolina, pero estaba tan ausente del mundo real que simplemente lo había obviado de su conciencia.

Fernando suspiró, mirándola fijamente de manera dura y, sin embargo, amable, como su padre. Se apeó y, sin preguntar ni pedir permiso, la alzó en el aire con una mano levantándola por la entrepierna, sin ni siquiera dar tiempo a Juli de negarse o gritar o sorprenderse, quedando sentada a horcajadas en el lomo del caballo. No pudo reaccionar en ese primer momento esa intromisión a su intimidad, que no fue esperada. Fernando enseguida, sin esfuerzo alguno, se montó tras ella acomodándose por detrás, la rodeó por la cintura para tomar las riendas y forzó sus brazos para sostenerla de caerse en pleno galope.

—Agarrate fuerte —dijo.

—¿¡De qué!?

—¿¡Estás lenta hoy Julieta!? ¡De mí! —y echó a andar al galope limpio con Julieta a los gritos, por el mojadísimo camino de tierra. Centella parecía un auto en pleno rally.

Se abrazó a su cintura con urgencia para no caer, pese a que él la sostenía con sus brazos de leñador, duros y tensos. Pensó graciosamente la cantidad de sus compañeras y otras chicas del colegio que la estarían envidiando en ese momento si la vieran. Y se quedó callada. Él no iba a dejarla caer al barro, ¿o sí?

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora