Capítulo 23

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Hacía frío. Muchísimo, todo lo que estaba pegado a su cuerpo se sentía mojado. Todo era silencio, y en el horizonte, apenas si despuntaba el día. Debía ser temprano.

El ánimo, y el cuerpo, no daban para más.

Julieta creyó tener los ojos pegados de escarcha, no podía abrirlos y tampoco moverse. No escuchaba con claridad, todo le llegaba desde muy lejos. Como el eco de las montañas.

Parecía una pesadilla. La habían dejado abandonada en el medio de la nada.

Otra vez la misma sensación de muerte la había atacado con su halo de oscuridad. Esta vez tenía todas las razones para sentirlas. Lo que había hecho era la locura total, la demencia. Esos chicos no podían haber sido amigos de Sergio.

Sus padres, pensó Julieta entre lamentos, deberían estar buscándola desesperados por todo el pueblo, y no tenía ninguna excusa. Había prometido ser la hija responsable, y había terminado allí congelada. Sus ojos siguieron cerrados, y el aire frío la abrazó de forma acogedora. Si muriera así no sería doloroso, y la idea de morir la tentó por una vez en la vida.

Entonces, algo húmedo se le posó en la punta de la nariz. Era suave, y continuo. Se sentía más frío cuando se alejaba y volvía. Pudo escuchar su respiración, no era humana.

Era un perro.

Y un perro conocido. Blas. El perro de Fernando, su compañero de colegio. La miraba con ojos amistosos, dando saltos que la invitaban a jugar con él, y ladraba, enloquecido, alrededor de ella moviendo la cola. Julieta percibió el ruido de cascos de caballo sobre el suelo duro.

La mascota de su amigo ladró mucho más entusiasmado. Y alguien se apeó apresurado para acercarse, podía escuchar sus pasos cada vez más cercanos. ¿Sería Fernando?

Un señor muy alto y delgado con enormes bigotes, bombacha de campo, y elegantes botas de carpincho, se acercó preocupado. Cuando lo pudo ver bien, notó que llevaba una gran boina roja sobre su cabeza calva.

Era el padre de su compañero, a veces solía verlo en el colegio. Sobre todo, cuando Fernando se mandaba alguna de sus travesuras. Parecía serio y severo, y el muchacho se volvía como un hombre de 30 años cuando estaban juntos.

Pero a Julieta, el señor la levantó del suelo, abrigándola con su propia campera de cuero y corderito, le preguntó si se encontraba bien y Julieta asintió con debilidad y los ojos cerrados, aliviada por la calidez que ese señor le transmitió al salvarla de ese momento horroroso.

La llevó sobre el caballo. Julieta iba acurrucadita entre sus brazos, sin temor a caerse. Apenas consciente de que iba al galope, cabalgó rápidamente hacia su casa, no muy lejos de allí, mientras el viento le congelaba los cartílagos de las orejas, y la piel se le ponía más pálida
y colorada a la vez.

Don Juan, entró a su casa pateando la puerta con Julieta en brazos, llamó a su mujer a los gritos, levantando a toda la casa de golpe. Una señora enseguida puso la pava sobre la cocina de leña para hervir agua para un buen té caliente. Después, corrió a la habitación a buscar una frazada con qué taparla. Todo el mundo actuó rápidamente.

—¡Fellon! —gritó Fernando al verla, ¿qué hacía ella en su casa, en ese estado? Era tan inusual, como descolocado—. ¡¿Qué le pasó?! —preguntó sin entender nada, mientras miraba a su madre preparando un jarro de lata con abundante té y leche, quería una respuesta rápida.

—La encontré tirada al lado de las vías m'hijo. Campo adentro —su tonada le resultó curiosa a Julieta, y lo observó con interés primero a él, y después a Fernando, que no la había heredado—. A ella, y varias botellas de alcohol también cerca —su voz denotó reproche. Julieta se ruborizó, sintiéndose altamente culpable y responsable de todo—. Menos mal que anoche no nevó, sino aparecía congelada, como los corderos del campo y tapada de nieve.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora