Capítulo 25

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—Así que volviste —comentó Ariel, despectivo e irónico, sin dirigirle la mirada, como era su costumbre, el domingo, en la Reserva.

Estaba apoyado contra el tronco de un grueso árbol, con las piernas recogidas, y se hallaba limpiando su flauta, tarea en la cual ponía absoluto esmero, y le restaba importancia a lo demás. Incluso, a la recién llegada que se hallaba de pie frente a él, observando su actividad, mientras la brisa le desacomodaba los hermosos cabellos cobrizos.

—Volví. Al bosque —contestó rápidamente, pero no tan convencida. Julieta volvía por su música, había descubierto esa tarde de locura acérrima que le era imprescindible y vital para salir adelante. Y lo reconocía.

«Volviste a mí», pensó él, sonriendo para sí mismo sin poder evitarlo.

«La música me hace olvidar», concluyó Julieta, sin contestar nada más, aunque suspiró en respuesta. Y especuló: ¿Cómo es que el profesor de Ariel le había dicho que tocaba sin sentimientos? Ella no podía unir su hermosa música a otra sensación más que sentir. Sentir con pasión una terrible calidez dentro del pecho que llenaba cada espacio de su cuerpo. Si eso no era sentir, si eso no era pasión, no sabía entonces qué era la música. Cada acorde que el lograba la mataba por dentro, en su sensibilidad, haciendo vibrar su sangre, la volvía a la vida.

Ariel se sentía mucho mejor de la faringitis que lo había acosado esa horrible tarde de helada, y aun así, había logrado escapar por fin de Consuelo, su nana, para poder ensayar tranquilo, sin la mirada acusatoria y la reprobación de su padre. Ahora iba abrigado, no
buscaba una recaída.

Notó que la adolescente también estaba bastante desmejorada. ¿Por qué a los dos los envolvía ese halo de tristeza? No iba a preguntarle nada, aunque sintiera un pequeño interés. Le intrigaban mucho sus ojos tristes, reflejos de un alma perdida que parecía pedir ser encontrada.

Ariel sabía que estaba mal por la muerte de su novio, ¿era posible que todavía no pudiera superarlo?, él tampoco podía superar no tener una madre. Pero el dolor había sabido mitigarlo con la música, y tal vez ella hiciese lo mismo, volviendo a la Reserva, a él. A sus melodías, concluyó.

Julieta no pidió permiso, y se sentó cerca de él con intención de escucharlo. Si el silencio era la presencia absoluta de la ausencia de sus voces, las notas eran el sonido que acrecentaba los sentimientos callados que cada uno albergaba en sus corazones, y volaba, desparramándose dentro de la Reserva. Allí se transformaba en olvido.

Lo que interpretó a continuación era una perfección improvisada, más Julieta no sabría nunca si fue una interpretación real, o solo un juego de sus dedos sobre la flauta. Jugaba con los sonidos, con los tonos, con los arreglos de notas. Estos se elevaban por sobre los árboles y lo llenaban todo. Julieta lanzó un suspiro entrecortado, satisfecha. Era feliz, muy dentro de sí. Muy íntimamente, más de lo que ese chico pudiera llegar a imaginar, a pesar del frío que escarchaba sus labios y ajaba impiadoso el dorso de sus manos.

—Parecés un ángel —le dijo sin pensar, abruptamente, mirándolo a los ojos. Al cabo de un instante, se sonrojó, al darse cuenta de que se habían escapado las palabras de su boca—. Como cuando los ángeles tocan música para Dios —aclaró, sin evitar una sonrisa.

Ariel la observó pensativo, porque le llamaba la atención la devoción que Julieta expresaba. Se revolvió su pelo castaño, acomodándoselo, y fijó la vista hacia el suelo, desconcertado, aunque el comentario parecía irracional y fantasioso, por un segundo lo reconfortó.

—¿Por qué a la música la relacionás siempre con la religión? —le preguntó ansioso—. ¿Por qué sos tan creyente?

—Porque... —Julieta miró el cielo, que estaba cubierto de ramas de los árboles del bosque —son dos cosas que en este momento me están haciendo bien. Dios, por un lado, y tu música, la música —se corrigió enseguida inconscientemente— por el otro.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora