Capítulo 52

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Leonel había despertado horas después del golpe, gimiendo de dolor. Su cabeza le latía y sangraba cuando se llevó la mano a la parte posterior. Elevó una docena de insultos. Había amanecido. Y también había permanecido inconsciente. Observó la vegetación a su alrededor, a su lado había una rama gruesa, con el que alguien le había dado de lleno en la cabeza, sin matarlo, pero con la fuerza suficiente para dejarlo desmayado en medio del bosque. Apenas recordaba lo sucedido, solo sentía ese tremendo dolor de jaqueca.

Con dificultad y falta de equilibrio, se incorporó, tambaleándose de un lado para otro, tenía marcas de sudor y polvo sobre todo su cuerpo y su ropa. Gritó de rabia. ¿Y Julieta Fellon? ¿Quién se la llevaría? Pensó en el pendejo dueño de la Reserva. Se había asegurado de que se había marchado de Carillanca, estaba a kilómetros de allí.
No podría haber sido él.

Quien fuera, había sido tan sutil, como si hubiera caminado sobre el aire, porque ni siquiera pudo escuchar sus pasos sobre palillos y hojas secas.

Miró todo alrededor. Allí no había señales de que hubiese habido alguien más aparte de ellos dos. ¿Julieta habría escapado, o se la habría llevado el sujeto? ¿Quién lo golpeó?

Como un relámpago, se le cruzó por la mente una idea que lo puso en riesgo: si Julieta escapó y llegó al pueblo, entonces él estaba en problemas.

Rápidamente se enderezó y con el pie trató de disfrazar con el follaje las huellas que habían dejado cuando la tumbó al suelo. Esta vez tendría problemas. Si Julieta hablaba, si denunciaba lo que él le había confesado, los planes no salieron como quería. Pretendía violarla y terminar con ella, porque debería callar para siempre. Pensaba arrojarla al arroyo. ¿Cuánto tiempo tardarían en ir por él?

Tenía que huir.

Tan solo debía borrar un poco más las huellas de la evidencia. Buscó hojas, ramas, palillos, todo lo desparramó desprolijamente sobre el piso, al azar. llenó El esfuerzo lo dejó agotado. Se pasó la mano sobre la frente. Revisó una y otra vez todo el panorama. Bastante bien disimulado.

Eso le daría tiempo para escapar. Esperaba. Su padre lo ayudaría, como siempre. Para lo único que servía ese gordo desgraciado era para salvarle siempre las papas del fuego. Siempre cayó bien parado. Esta vez no sería la excepción. Lo peor que habría cometido sería la accidentada muerte de Sergio.

Todo podía salir a la luz en cuestión de horas, una vez que se presentaran a declarar. No, no. Su padre lo ayudaría. Siempre lo hacía. Desviaba las investigaciones de su propio hijo para cualquier lugar.

Miró hacia las montañas. Sintió hambre, recordando no haber probado bocado desde hacía muchas horas. Y caminó en dirección a la salida. Pero la que él había descubierto. Lo sacaba de la Reserva a diez kilómetros de Carillanca. Pasaría desapercibido por la casa de Carolina y se llevaría la moto.

Comenzó a andar, sin arrastrar los pies, intentando no dejar marcas. Y sin dejar de pensar en la persona que lo había golpeado por detrás. Ni siquiera podían ser sus amigos, Martín o Nacho, porque ignoraban lo que él intentaba hacer con Julieta realmente, solo sabían que quería estar con ella, y que había sido la novia de Sergio.

Casi al mediodía, logró salir del bosque, se había desorientado y había perdido un tiempo precioso. Ahora debía moverse con sumo cuidado. A lo lejos vio que se acercaba un patrullero, a muy baja velocidad. Rápidamente se escondió detrás de unos árboles de gruesa madera que podían ocultarlo muy bien. Vaciló varias veces antes de intentar salir de allí para tomar el camino de tierra. Pero el peligro había pasado, y él pudo sentirse libre un rato más. Lejos de la vista de la ley.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora