Capítulo 24

15.4K 633 50
                                    

Al principio, no lo entendió, su cerebro reaccionó despacio, como los engranajes de una vieja máquina. Sacó todas las remeras del cajón, con impaciencia, y el camafeo no apareció. Quitó todos los cajones de la cómoda, mirando en el interior del mueble de madera pintado de blanco, pero allí no estaba. Revisó entre cada prenda, tirándolas hacia arriba, y no había nada.

Corrió el mueble hacia adelante, con el corazón palpitándole acelerado, pero tampoco lo pudo encontrar el camafeo. «Su» camafeo, su tesoro de plata, ¿dónde lo había metido?, estaba absolutamente segura de que lo había guardado allí, dentro de su alhajero, pero no había nada..., nada... ¡nada!

Pensó meticulosamente todos los lugares donde lo podría haber escondido, y revisó cada rincón del cuarto. Al final de la tarde, la rabia acumulada se transformó en un llanto desconsolado.

La impotencia le exacerbó los nervios, como un círculo vicioso de sensaciones.

Tenía que ser obra de alguien que la odiaba. Recordó verlo en su lugar. Pero alguien estaba en contra de ella y de sus sentimientos. Alguien no quería que se acordase de Sergio por el resto de su vida.

En algún lugar de su cuarto tenía que aparecer, solo lo habría movido alguien de su lugar, tal vez ella misma y en ese instante no podía recordarlo, trató de calmarse y pensar.

Cuando la madre golpeó la puerta para llamarla a cenar, vio un total y absoluto desorden que impedían entrar a la habitación, se asustó, porque no entendió qué es lo que pasaba con su hija ahora.

Primero aparecía tirada en medio del campo, y ahora se volvía loca revoleando todas las prendas y zapatos tirados por la habitación.

Estaba por demás preocupada, porque nunca antes había sido así. Era tranquila. Y obediente. Una hija excelente que no les generaba ningún trabajo. Pero estas actitudes rebeldes la hacían pensar que tal vez se le estuviera develando en ella una faceta perturbadora. Decidió hablarlo con su marido.

—¿Qué pasa? —preguntó mirando todo el desorden a su alrededor—. ¿Buscás algo?

En la mente de Julieta la pregunta sonó a una provocación, se volvió hacia su madre con furia contenida, sin medir su cordura, y le ordenó:

—¡Devolvéme mi camafeo! —se abalanzó sobre ella, increpándola. Estaba desquiciada. ¡Amenazar a su propia madre!

—¿Tu camafeo? No sé hija —se defendió la madre, atónita, tomándola firmemente por los brazos—, no sé dónde lo habrás puesto, yo no te saqué nada. No reviso tus cosas personales. Sabés que no entro a ordenar tu habitación, nunca tocaría algo que sé que es importante para vos —jamás la había visto con semejante ataque de ira. Su hija se estaba volviendo violenta.

—¿Dónde está entonces? —gritó histérica—. ¡Me lo regaló Sergio para mi cumpleaños! ¡Era mi regalo! Tengo tan pocas cosas de él —sollozó con sus nervios al borde del colapso.

—¡Calmate! —le contestó su madre a los gritos también, zamarreándola—. ¡No ves cómo estás!, no te das cuenta de que te estás haciendo mal, ¿qué te pasa?, ya es hora de que te hagas a la idea de que Sergio ya no está, Julieta, se fue. ¡Tenés que continuar con tu vida! ¡Por Dios, entendelo!

Julieta se quedó en silencio de repente. Mirándola fijamente, sin emitir sonido. Solo podía escuchar a su corazón, totalmente agitado, pero, es que su mamá no entendía lo importante que era para ella ese recuerdo. Esa foto. Abrazó a su madre y rompió a llorar de forma desconsolada. ¿Por qué todavía estaba torturada con su recuerdo?
Le quería olvidar, o recordar las cosas lindas que pasaron juntos.

—Es como si todo complotara para que lo olvide —lloró escondiendo su cara entre los mechones de su cabello alborotado.

—Tal vez sea lo mejor para tu vida, de ahora en más. Pensalo.

Sin embargo, él asolaba su corazón cuando estaba sola y desprotegida en su habitación, como un fantasma, un ánima en pena que divagaba entre el silbido del viento, y las ramas secas de los árboles.

Solo era un bonito anhelo cuando estaba en la Reserva, al resguardo de las notas mágicas que entonaba Ariel con su flauta traversa. Dulce sonido como canto de un ruiseñor. Paz para el alma quebrada de Julieta.

Solo podía asociar a Ariel con el olvido. Con los recuerdos bonitos. Con otro tipo de vida que deseaba sentir en su interior, donde de pronto, todo era caos. Las cosas parecían ser normales cuando ella estaba allí, lejos de todo.

Mamá la abrazó pasando la mano por sus cabellos, como cuando era chiquita.

Le susurraba un suave «shhh, ya va a pasar», y la acunó entre sus brazos.

Había algo que no estaba bien. Además, desde hacía un tiempo notaba que si bien Carolina no le había terminado de caer bien nunca, ahora estaban un poco más distanciadas, y no sabía si era por Julieta, que se aislaba, o por Caro, que no le importaba.

Esos rumores en el colegio debían ser ciertos, Carolina no estaba teniendo buenas juntas. Los profesores decían que a la salida del colegio había un chico nuevo, de apariencia mayor, que la pasaba a buscar casi todos los mediodías. ¿Tendría algo que ver?

—Hija, cuando estés más relajada, buscamos ese camafeo que te regaló tu novio. Pero por ahora, tranquilizate, y dormí un poco. Te voy a preparar una sopita y te la traigo a la cama, ¿está bien? —dicho esto, salió de la habitación esquivando montones de ropa desperdigados por el suelo, mientras Julieta hipaba, buscando un pañuelo en alguno de los cajones que quedaban, y también por el piso y sobre la cama.

Se acercó a su equipo de música y, como esperando que esta la calmara como se calman las fieras, de pronto recordó la música que Ignacio escuchaba, y que ella antes odiaba, y bajó corriendo las escaleras, al escritorio de su padre, donde tenía todos su libros y su mesa grande para dar clases particulares, se acercó al estante de CDS y buscó uno de Bach, estaba segura de que había oído a Ariel tocar alguna sonata.

La música solamente era capaz de devolverle esa calma que necesitaba su alma. Había hecho unas asociaciones extrañas, por un lado, Ariel representaba todo lo que ella quería para su vida en ese momento, la paz y el sosiego, pero no en sí él, sino la música de la flauta traversa, Ariel solamente ejecutaba el instrumento con sabia maestría, llenando un vacío en su corazón, otorgándole quietud, haciendo vibrar su ser de felicidad, no podía entender por qué la música conseguía robarle el alma y devolverle un sentido a la vida.

Pero lejos del bosque, lejos de él, de la flauta, todo era un desbarajuste, un remolino tormentoso de problemas, malos recuerdos, pesadillas que no terminaban jamás. Quería acabar con todo eso, y volver a tener una vida normal.

«Chelo suite n° 1: Prelude» regó el aire de bellos sonidos que llenaron todos los rincones de la habitación viajando como un espectro, una luz. Era belleza pura. Era lo que necesitaba para recobrar la calma perdida. Música. Música para el alma.

MmTITDr���>�g

***

© Luciana López Lacunza 


© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora