Capítulo 14

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 Los viernes eran los días más esperados por todos los adolescentes de Carillanca, porque se dirigían en masa rumbo al centro del pueblo desde todos los colegios secundarios que había para terminar con estilo la semana escolar.

Se agrupaban como si fuesen una gran manada en la plaza del centro, e incluso solían ocupar la calle, que provocaba la ira de la gente más vieja con sus autos. Quienes tenían equipo de sonido en algún coche, ponían música a todo lo que daba mientras hacían sociales tirados en el césped o almorzando panchos que un kiosquero previsivo se había ocupado de vender aprovechando la convocatoria.

Esas citas duraban la tarde entera. Algunas veces, por quejas de vecinos, las autoridades trataron de ponerle fin a esas juntadas, donde aseguraban que se fumaba marihuana y se vendía droga entre otras cosas nocivas. Pero al final solo acudían cuando se generaba algún disturbio entre ellos, y muchas veces tenían que ver con amores más que otra cosa.

Allí, también los alumnos de La Inmaculada asistían más religiosamente que a las misas. Tanto Carolina con los chicos, como Julieta y Sergio, cuando vivía, se iban un rato a pasar el viernes con la gente «más copada» del pueblo. Desde que él murió, Julieta evitó cada vez que podía esos encuentros.

—¡Daleee...! —le dijo Caro, por milésima vez, tironeándola del brazo para convencerla.

—No —se negó Julieta—. Mi mamá me pidió ayuda para que vaya a ordenar en casa, porque ella y papi no pueden hoy.

—¡Ufa! —se quejó su amiga con falso enojo, cruzando sus brazos.

—¡Vos te lo perdés, Fellon! —se acercó Fernando, y abrazó a su «amiga» por la cintura.

—Ni vos te creés las excusas que ponés, Ju'.

Julieta se encogió de hombros con desinterés y melancolía. No quería ir, o al menos, eso es lo que demostraba. Caro le insistió un poco más, pero notaba que era en vano.

—Otro viernes me prendo, pero hoy no, en serio —se disculpó.

Lo cierto es que no fue a su casa esa tarde después del colegio, sino que se escapó hacia la Reserva. Era el lugar al que tenía todas las intenciones de ir. Bordeó el alambrado, buscando la supuesta amenaza del guarda-parque, pero no encontró carteles o avisos de peligro, sino que se veía oxidado y abandonado. Pensó con fastidio que quizá intentó asustarla, y no lo consiguió, puesto que iba a meterse de nuevo sin que ese hombre se enterara. Una vez que estuvo dentro de los límites de la reserva, trató de decidir hacia dónde quería caminar. Como el día estaba completamente soleado, la luz se filtraba entre algunos árboles, y todo el mar de hojas secas que caían cual lluvia dorada tapizaban la tierra como una alfombra. Se preguntó si era realmente el bosque el que le atraía o si había sido para ver a ese chico. Desde que lo descubrió, fue como encontrar un pequeño detalle dentro de una gran pintura.

Y, además, era un secreto propio. Los secretos que uno guarda para sí mismo conllevan cierta emoción y ansiedad. Ni siquiera Carolina debería saberlo, se dijo. ¿Por qué? Ella sabía la razón, y conocía a su amiga.

Pero Ariel no le gustaba. Solo deseó algo para ella misma, porque, desde que Sergio murió, todo el mundo estaba al tanto de ella como si fuera una pequeña, controlando sus movimientos a cada paso que daba y, la verdad, era bastante hostigador.

Cuando se adentró un poco más en la espesura, el aire húmedo se volvió más helado, y un sonido parecido al zumbido de una abeja se instaló en su oído, se estremeció entera y no tardó en darse cuenta de que estaba bajándosele la presión. Se apretó contra un tronco dejando caer su mochila, y luego se deslizó mareada hasta el suelo. Por un momento, una horrible sensación que era desconocida se apoderó de ella.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora