Capítulo 29

15.6K 708 107
                                    

Por fin habían llegado las anheladas vacaciones de invierno, por más que había faltado tanto tiempo al colegio, Julieta necesitaba un descanso urgente que le borrara ese banco vacío cerca de ella. El banco que había ocupado Sergio. Alejarse de Carolina. Quien había vuelto a la escuela, pero casi no le dirigía la palabra, no podía entender si era por rencor, por vergüenza, o por qué causa. La evitaba como la peste, y Julieta no se sentía responsable de nada. Si no hubiese ido con ellos ese día, se hubiera evitado el mal trago de pasar la noche tirada al lado de las vías.

Pero ahora, necesitaba descansar, disfrutar de su hermana mayor, que había vuelto a pasar un tiempito y hablar con ella hasta altas horas de la noche. Era su ídolo.

Camila era una chica de 21 años, segura de sí misma, segura de sus metas en la vida. Y ello se traslucía en su apariencia personal. Caminaba firme por las calles de Carillanca, riendo o hablando en voz alta sin temor a que nadie la observara y la criticara.

Tal vez, pensaba Julieta, vivir en una gran ciudad le había otorgado parte de esa confianza que ella estaba deseando, aunque fuera observada por todos, no le importaba en absoluto lo que pensaran. Se vestía de manera decente y sobria, elegante siempre, las manos finas y cuidadas y el pelo un tono más oscuro que el de Julieta, tan largo y lacio como el de ella, pero natural. Nadie podía negar que eran hermanas.

Las horas del almuerzo y la cena se llenaban de risas y de anécdotas que traía desde allá, prácticas en el hospital, clases, locuras que hacían con sus amigas. Era una alumna excelente, amaba lo que hacía. Y Julieta todavía no sabía qué hacer ella misma. Pero la admiraba.
Y deseaba tener algo de su hermana. Pero debía desarrollarlo sola. Descubrirse a sí misma.

Ese día, frío y gris, de camino a la reserva, amparada por Camila, que era la persona que más deseaba ver bien a Julieta, se encontró en el borde del paredón de una casa, con las últimas rosas que morían en invierno. Roja, brillante, pura sangre.

La tentación de arrancarla de su lugar era irremediable, lo deseaba, deseaba poseerla, casi sintió que la misma rosa la embrujaba hacia sus espinas, y en un violento atrevimiento codicioso, tomó su tesoro entre sus manos, algo lastimadas en castigo a su arrebato y siguió camino hacia el lugar en dónde se encontraba Ariel.

Iba a regalársela.

Cuando le ofreció su obsequio, alegó que había arrancado la mejor del jardín, de las últimas, porque en invierno no hay rosas, solo espinas que parecen muertas.

—¿Sabías que terminaste con su vida? ¿Qué mal hacía una última rosa en un jardín que de todos modos va a morir?

Julieta calló un segundo, nadie que conociera jamás le habría dado una respuesta como aquella, un simple gracias de respuesta normal, pero el comentario de Ariel la hizo reflexionar, haciéndola sentir culpable y confundida. Parecía mucho más profundo de lo que hubiera presupuesto.

—No entiendo lo que acabas de decir...

—¿No te dice nada lo que ves? —preguntó él, señalando de una brazada todo a su alrededor. Ella siguió con la mirada el recorrido de su mano, solo veía árboles, flores de invierno agrupadas por el suelo en ramilletes, la escarcha que congelaba caminos y césped, vio vida.

Y de pronto entendió lo que él le quería decir.

Contempló el lugar en que estaban con asombro, como si lo estuviese observando por primera vez, a pesar de haber ido tantas veces. Las cumbres estaban blancas, el bosque estaba tornándose de color inmaculado, y las flores de invierno agregaban color a ese paisaje de verdad encandilante.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora