Capítulo 45

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—¡Chicos!

La voz de Julieta retumbó en el aire, haciéndose eco. Salió disparada como un balazo. Tan aguda que lastimó sus cuerdas vocales. Desesperada. Lo suficiente como para que Juanito y Fernando se acercaran a ella también acorde a las circunstancias.

Lo que había allí, solamente ella lo comprendió en ese instante. Para sus dos compañeros, colgaba del arbusto un pedazo de tela, enganchado entre las espinas, bailando con el viento de forma inerte. Aunque no podrían decir a qué clase de prenda pertenecería. Solo Julieta sabía. Solo Julieta había participado en el juego de la muerte,
y había sobrevivido de milagro.

Los tres se agacharon juntos. Fernando miró a Juan, y él le devolvió la mirada, pensaron que su amiga estaría cavilando algo, porque se encontraba absorta frente a ese pedacito de gasa, y también temieron por su salud mental, puesto que en aquel lugar seguramente los pensamientos la asaltarían como bombas que estallaban una por una de forma tortuosa.

Después de un momento de silencio, la voz de Julieta recuperó su tono y timbre normal. Su mano se estiraba pero no llegó a tomar la prueba. Dudaba entre agarrarla o no. Y los cardos crecidos, llenos de espinas punzantes, le ofrecían un obstáculo complicado. Pero no importó, aunque le sangrasen las manos, lo arrancaría de allí, y lo llevaría ante la justicia. Pareció algo simple y lógico.

La mano de Fernando fue más rápida y le quitó del camino la suya. No pensaba dejar que Julieta la tomara simplemente con las manos. Había comprendido. Pero no dejaría que se involucrase de forma directa.

—No. No toques —su voz gruesa sonó severa, como la orden de un general.

Julieta lo miró a los ojos, Fernando nunca creyó verlos tan fríos y serios, y sin una lágrima que los opacara con su brillo, como hacía tiempo se veía como un semblante cotidiano en ella. Fernando le bajó la mano, seguro de que Julieta no arrancaría ese pedacito de pista y se metería en problemas.

—¿Te das cuenta...? —dijo al fin—. Sergio quería que viniéramos acá y viéramos esto.

—Yo no entiendo nada —Juan se había perdido en mitad del diálogo. No sabía de qué estaban hablando.

—Fue casualidad... —Fernando lo decía en tono de disculpa, y de culpabilidad. Por cabalgar sin darse cuenta, habían llegado al descampado donde Sergio se había arrojado a las vías. Su sensación era desagradable, porque no quería hacer cosas a propósito como para que ella se sintiera mal—. Te juro que no querría jamás hacerte pasar estos momentos, Julieta.

—No pasa nada, Fernando —lo interrumpió secamente. No estaba enojada, ni dolida, ni siquiera triste. Lo que sí sintió, es que con eso tendría un motivo para hacer justicia.

—¿De qué es ese pedazo de tela? —preguntó Juanito.

—Es un pañuelo, estoy segura. Es un pañuelo con el que Leonel hace sus «jueguitos» sobre las vías —Juanito tenía aún una cara de desconcierto mucho mayor—. Como con el que me ató a mí.

Fernando tragó saliva. Y le confirmó a Juan con un gesto de su cabeza que Julieta no se había vuelto loca ni mucho menos. Estaba más cuerda que ellos dos juntos. Y lo que decía era la verdad.

—¿Con esto se podrá incriminar a Leonel?

—Sí, pero no en las comisarias locales, sabes como son. Por eso Leonel sigue dando vueltas por ahí, haciendo de las suyas, a pesar de que todo el mundo lo conoce, y sabe cómo es.

—Sí, eso es cierto.

—Dejá que yo me ocupo de esto —ordenó entonces él, rascándose su barbita. Estaba pensando en algo.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora