Capítulo 43

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Sin que Julieta se diese cuenta cómo, de pronto se encontró sentada junto al ventanal del café del centro de Carillanca, con un humeante americano frente a ella. El sol casi cegaba sus ojos y la obligaron a mirar hacia adentro, los sonidos del lugar eran cálidos y acogedores, todo rechinaba de manera agradable y musical.

Era un alivio. Ariel Lestelle Piacenzi también estaba allí, sentado frente a ella. Tan callado, y pensativo, como lo estaba Julieta.

Todo había pasado con suma velocidad. Lo que recordaba Juli era que después del incidente con Leonel y Fernando, Ariel la había metido en su auto y había arrancado rápidamente, por él hoy temprano, y por ella en ese momento.

Julieta tenía el estómago cerrado. Los nervios a flor de piel, y lo único que deseaba estaba allí, al alcance de su mano, como una bocanada de aire fresco. Él, cerca. Mirándola a los ojos, con evidente y sincera curiosidad.

Ella también lo observaba con el mismo interés, porque a pesar de lo sucedido, no le pasó desapercibido lo que se habló de él en el colegio, durante esa mañana. Concluyó que verlo se estaba tornando como una especie de adicción. Su día se llenó de cosas buenas y malas, todas de súbito.

La mirada de Ariel fue lo suficientemente penetrante como para que Julieta se sintiese intimidada. Los ojos grises la atravesaron como una estocada. Interrogante. También estaba en silencio. También tenía miles de preguntas.

Ambos guardaban secretos. Pero estos ya no podían esconderse más. Julieta deseó que a pesar de todo, la tarde con él no se terminara jamás. Estaban a la vista del mundo. Tenía un poco de temor de su madre, y del regaño que recibiría de enterarse. Y se había ido con él, en vez de volver a su casa. Pensó que se estaba volviendo rebelde, pero con razón. Si tan solo lo conociera vería cuán equivocada estaba acerca del joven de la Reserva, no lamentó que la descubrieran, porque se sentía tan bien con él, le hacía bien a su alma rota.

Ariel apoyó su codo sobre la mesa, y su mano sobre la mejilla. Inclinando un poco su rostro hacia la derecha. A ojos de la joven, se veía perfecto, el uniforme del colegio le sentaba de forma elegante, como un traje de sastre, y los rayos de sol iluminaban su cabello de forma resplandeciente, Julieta se sorprendió atontada nuevamente ante él, y lo reconocía desde que sus compañeras repararon en su imagen. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de que era capaz de cortarle la respiración a cualquier chica? Había estado ensimismada en su propio dolor. Completamente ciega.

—¿No es reconfortante el aroma a café? —preguntó como al pasar, Ariel, después que ambos habían estado en silencio desde que se alejaron de La Inmaculada.

—Es olor a invierno —respondió ella, un poco ajena, pero sonrió al decirlo.

Ariel también sonrió en silencio, bajando su mirada a su propia taza, y pensó en algo qué decir.

—El invierno tiene aroma a café —confirmó—. ¿Estás segura que no querés comer nada? —insistió, estaba preocupado por su alimentación—. Sos tan flaquita... —su voz pareció emitir un tono de ternura, extraño, ya que le inquietaba verdaderamente que Julieta estuviera tan delgada. Tal vez fuera un síntoma de lo que él mismo había visto antes, y todo lo que acarreaba desde que la conoció.

—No todavía. Con el café estoy bien, gracias —contestó, dio un sorbo, y debió soplar el borde de su taza. Lo sintió delicioso al gusto en su boca, necesitaba ese café.

—No quiero que pases hambre.

—Gracias por preocuparte por mi apetito, pero ahora no puedo comer nada... —Julieta desvió nuevamente la mirada a la ventana—. Tengo el estómago cerrado —murmuró.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora