Capítulo 21

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La casa de Ariel se dejaba ver cruzando casi mil metros entre los árboles, y por alguna razón no quería que ella supiera dónde vivía, su padre estaba casi siempre en casa, y detestaba verlo.

Y si lo veía junto con una chica tanto peor, para ambos. El cuerpo no le respondía más, estaba hirviendo, ni siquiera podía sentir el frío glacial que había anunciado el día. Podía sentir, sí, los ojos de Julieta sobre su nuca, mientras se alejaba de ella. Estaba insegura, por abandonarlo, pero él se lo había exigido.

No quería hacer relaciones con nadie, no deseaba hacer amistad con ninguna persona del pueblo y, sin embargo, ella lo desafiaba de manera constante, apareciendo de vez en cuando. ¿Por qué lo haría? ¿Qué buscaba?

Se renegaba a sí mismo de comprometerse sentimentalmente con Julieta, de amiga, como ella le proponía. La trataba de alejar comportándose como un imbécil, siendo poco caballero, hosco, se parecía a su padre, y era lo que menos quería en la vida. Un hombre que no consideraba el sentimiento como el eje de su existencia. Al final, no eran tan diferentes, y se asqueó de sí mismo.

Era de lo peor.

Y Julieta solamente había expresado sus sentimientos con sinceridad, de manera completamente espontánea y sin pedir nada a cambio. Tenía la mirada más triste que hubiera visto, él sabía la razón de su dolor y algo se removió en su pecho, una especie de sentimiento, de nostalgia, algo que él no quería ser: vulnerable. Era como le había dicho el docente en el examen, su música carecía de sentimientos, y era lógico, él los expulsaba de su interior, se volvía de mármol, y hasta los árboles de la reserva tenían más sensibilidad que él. Con esa actitud era obvio que jamás sentiría pasión por hacer lo que hacía.

Vio la parte de arriba de su casa perdida entre las ramas y las nubes coposas que comenzaron a envolver el cielo, atravesó la tranquera de la entrada dando pasos cortos y pesados, estaba arrastrando los pies con el esfuerzo.

¡Por Dios!, ahora que encontrar su anhelo no era ya un desquicio irreal, y lo apretaba con ímpetu en su mano, las fuerzas lo habían abandonado velozmente, haciendo que cada paso fuese dado con zapatos de piedra. No tenía ganas de nada, solo de acostarse con su flauta en la mano, sintiendo que su madre estaba velando por él desde el cielo.

Suspiró, el cielo del que le hablaba Julieta. Al final iba a terminar por creer en Dios y en la vida después de la muerte. Tal vez esa chica estaba un poco más dentro de él de lo que se imaginaba. Miró sin mirar a la nada, evadiéndose de sí mismo.

Si no fuese tan religiosa. Detestaba esa fe ciega que ella profesaba, imaginándose a su novio muerto en el cielo, en otra vida. Salvando ese detalle, se había acostumbrado a su melancólica presencia. Antes de Julieta, sus días eran solitarios. Estaba a gusto así. Pero también estaba a gusto con ella, aunque la echaba, y Julieta volvía. ¿Tan masoquista era? No, sabía que no, se provocaban una extraña sensación mezcla de vitalidad con rabia, y dolor con atracción. Algo inexplicablemente emocionante, como chispas de electricidad. Nunca había sentido algo así, porque nunca se había aparecido nadie de improviso en medio de la Reserva a interrumpir sus ensayos. Solo esa joven, que parecía distraerse de la realidad cuando él hacía música...

Estaba por girar el picaporte de hierro de la entrada, cuando decidió bordear la casa, para que su padre, si estaba por allí, no lo viera con esa facha. La ropa estaba totalmente mugrienta, el pelo adherido del sudor y negro en vez de castaño, la piel llena de tierra pegada, las uñas y las manos negras.

Consuelo dio un grito de verdadero espanto cuando lo vio entrar por la puerta de atrás. Con ese aspecto desgreñado, llamó también la atención del jardinero. La casa se revolucionó en cuestión de segundos.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora