Capítulo 19

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 Tal vez si Julieta se apurara lo suficiente, llegaría a su casa antes de que el sol cayera. La tarde se le había ido de las manos, como el agua entre los dedos, y seguramente ligaría un reto de su madre, o peor, de su padre, que a esa hora ya debía estar en casa, y no deseaba encontrarlo molesto, ya que nunca lo veía así.

El corazón le latía con fuerza desacompasada, nunca se imaginó ver a Ariel en ese estado de crisis, casi tan terrible como los ataques que tenía ella los primeros días del fallecimiento de Sergio.

Había experimentado una tristeza diferente, un dolor ajeno que sintió propio, sin poder contenerse, se pasó llorando la mitad del camino. Realmente, la angustia de Ariel se le había metido dentro del alma, arrastrando su impotencia y su dolor por el largo camino de sus venas, y experimentó una real sensación de vacío existencial.

Era distinto, aunque también podía pensar que la tristeza que él sentía por la admisión a un lugar, no podía compararse con perder una persona que había significado tanto como su novio para ella. Pero era importante para él. Muy importante, y no sabía por qué excepto que todo aquello lo ligaba con su mamá, con la música que ella también hacía. «Pobre Ariel», pensó, sensibilizándose aún más.

Inmersa en sus propios pensamientos, un grito llamó su atención y, al girarse, reconoció a Carmen que se acercaba casi corriendo hacia ella. Parecía que había estado gritando su nombre desde hacía buen rato, pero Julieta no prestaba atención.

—¿Cómo estás Juli? —preguntó, sin aliento—. Necesito hablar con vos. ¿Tomamos un café?

—No puedo, Carmen, estoy llegando tarde a mi casa —miró su reloj de muñeca—. Increíblemente tarde. Lo siento, en otro momento.

—¡Es importante!

—¿No estabas trabajando?

—Cerré temprano. Es sobre Sergio —recalcó con énfasis el nombre, y Julieta no pudo negarse.

Caminaron juntas hasta un bar que había en la calle principal del pueblo, iluminada y llena de personas que iban y venían con bolsas, paseando, y desde un teléfono público, Julieta avisó a sus padres que se había encontrado con su cuñada y quería hablar con ella. Después de todo, tenía ese derecho.

Carmen la observó inquisitivamente. Julieta tenía las mejillas sonrojadas, la mirada le ardía, estaba medio despeinada y parecía un poco alterada.

—¿Vos estás bien...? —le preguntó dubitativa, mirándola como si fuese la primera vez, con extrañeza.

—Sí, sí... No pasa nada —respondió a la evasiva, intentando esconder toda aquella tristeza que llevaba su propia alma, no quería hablar con la hermana de Sergio, pero no podía negarse, estaba atada a ellos por ser tolerante y comprensiva, aunque sufría mucho.

—No pareciera, mirá la cara que tenés. ¿Estuviste llorando?

—Un poco, pero en serio nada grave, un imprevisto, no pasa nada. Es cierto. Contame vos —dijo Julieta y se sentaron en una mesa alejada de las ventanas que daban a la calle. El mozo se acercó a ellas y tomó nota de sus pedidos. Carmen necesitaba un café doble cargado, y Julieta pidió un cappuccino.

La tarde fría estaba caducando rápido. El olor a café del bar era realmente reconfortante para el frío.

—Esto es un poco delicado Juli. A ver..., es que ni yo me lo creo. Pero, es que... no me creo que la muerte de Sergio haya sido suicidio. Me está atormentando el pensamiento. Esa carta, parecía la letra de él, y, sin embargo, no. Yo supongo que la escribió alguien con malas intenciones. Además, no tenía ningún motivo para matarse.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora