Capítulo 50

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Alguien golpeó la puerta suavemente. La música solitaria dejó de sonar, de forma abrupta, con la última nota suspendida en el aire. Chirrió cuando abrieron, igual que si fuera muy vieja, pero tal vez era por el silencio que se produjo. Asomó una cabellera llena de rulos rubios, inmaculados y abundantes. Era un joven con apariencia de ángel. Excepto porque su rostro estaba cubierto de una barbilla de días. Sus ojos eran celestes y parecían iluminarlo todo. Pero su semblante era serio. Respetuoso.

—Mamá pregunta si querés cenar —dijo con voz suave.

Ariel se giró para observarlo. Sonrió quedamente mientras se levantaba de la silla, y cerró su libro de partituras que descansaba sobre el atril. El espacio donde se encontraba era pequeño, pero acogedor y podía ensayar tranquilo. El olor a arcilla fresca, madera y cueros inundaba sus sentidos, un aroma tan familiar que lo remontaba a un año antes.

Asintió siguiendo al otro muchacho mientras se masajeaba las adoloridas manos. Estaba agotado. El examen sobrevendría en un día más. Y se estaba matando para ensayar las obras seleccionadas. Observó sus dedos largos un poco acalambrados por las prácticas.

Por la ventana del comedor se podía observar la noche clara, bastante fría para la época, despejada de nubes y las montañas como una sombra oscura que deformaban el cielo. Cubiertas de verde pero también nevados en la cima. La ciudad de Bariloche era hermosa. En cualquier estación del año. Allí se encontraba Ariel, lejos de todo y de todos. Dándole una nueva oportunidad a sus sueños.

Aunque más parecía que había salido huyendo de Julieta, como si le temiera a sus propios sentimientos.

Recordó con claridad y suma intensidad que su impulso lo había llevado al límite de su propia cordura la tarde anterior. Querer besarla. A ella. A la chica triste de la Reserva. Era irónico, más porque sabía que incluso había llegado a desear echarla cuando se aparecía por allí. Y ese día se había acercado de forma incontrolada, pero sutil. No supo sus propias razones, simplemente nació desde el fondo de su corazón. Y todo había quedado allí mismo, suspendido como una burbuja en el aire, dentro de su auto. Porque se había marchado de Carillanca.

Parece que hubiera evadido sus sentimientos, cuando en realidad venía a rendir su examen de admisión.

Por una u otra razón, no lo consideraba más importante que lo que había ocurrido entre los dos. Después de varios meses de encontrarse a solas.

Había armado su bolso con unas pocas cosas, luego de escuchar esa llamada, dos días antes. Apresuradamente, había cargado el auto con combustible, y se marchó casi sin dar explicaciones. Tan solo dejándole dicho a su Nonnina que se iba a Bariloche. Y varias horas después, caía en casa de Santiago. Su compañero de instrumentos del conservatorio. Su amigo implacable de aventuras expedicionarias. Su tutor mentiroso a la hora de declarar ante autoridades. Santiago tenía 25 años. Dedicaba su vida a la artesanía y a vagar por el mundo de mochilero. Pero ambos se asemejaban en pasión por lo que hacían, la música.

Su madre y él eran una familia de bohemios, artesanos humildes, que expresaban su ideología a través del arte y de la música. Fabricaban sus propios instrumentos. Decoraban sus propios cacharros de barro cocido. En la casa se respiraba olor a cuero, a incienso, a madera cortada artesanalmente y a arcilla roja blanda y maleable como el hierro al rojo vivo. Ariel recordaba esos aromas desde que iba al colegio. En sus clases de flauta había conocido a Santiago. A su madre. Y su pensamiento querellante. Interiormente se sentía un poco identificado, de lejos, le hacía sentirse más cercano a lo que imaginaba de su madre. Aunque no sabía bien en qué lugar colocarse él mismo. Su perfil psicológico era confuso.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora