Capítulo 41

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El próximo tren que pasaba por Carillanca salía a la una y media de la tarde. El viernes. Julieta no quería ni acercarse a la estación, conociendo el motivo que la paralizaba mortalmente. Ariel lo había descubierto por ella, y se alegró de que hubiera sido él, y no otro,
y mucho menos un psicólogo quien lo hiciera. A un consultorio es donde estaba segura de no querer ir a resolver ningún problema.

Iría a la estación, lo sabía. Confiaba en él tanto o más de lo que podría haber confiado en su propia familia. Estaba distinto... «¿Ariel tenía mal carácter?». Camila tenía razón cuando le dijo que era un escudo que ocultaba su verdadera personalidad. Y apenas lo estaba conociendo. Sabía que el escondía mucho más de lo que mostraba. Y supuso que aunque fuera malo, no podría desestimarlo por ello. Le gustaba ese Ariel. Y, al reconocerlo, su corazón se sintió mejor.

Solo que verlo directamente a los ojos y desconocer lo que a él le pasaba por la cabeza la desesperó. Su mirada siempre escondía su personalidad. Ignoraba si a Ariel le pasaba algo con ella. Cuando los hombres tienen un cambio de actitud hacia las chicas, les roban el alma para siempre, pensó. Habían evolucionado mucho desde que se vieron por primera vez.

Era extraordinaria la metamorfosis que podría operarse en una persona a medida que la iba conociendo. Ella no se creía diferente aún. Pero sabía que Sergio ya no estaba tan presente en sus pensamientos como antes. El único que se lo recordaba constantemente era el pelirrojo Leonel. La ataba a los recuerdos de forma constante cada vez que se aparecía ante ella. Esa relación también tenía que finalizar de alguna manera. Era enfermizo.

El teléfono sonó dentro de la sala donde su padre daba clases particulares, y en un instante salió con el inalámbrico anunciándole que tenía una llamada de un compañero del colegio. Julieta lo tomó entre sus manos, pensando que hacía rato que nadie la llamaba.

—¿Hola? ¿Quién habla?

—Julieta —dijo una voz con tono sarcástico. Julieta casi dejó caer el teléfono al suelo. Podía reconocer su voz, hasta pudo sentir que se colaba ese horripilante olor a cigarros negros que lo identificaba—. Habla Leo.

—Sé que sos vos... —siseó—. ¿Por qué me llamás? ¿Qué querés?

—Qué mal educada, se dice «hola», quería saber si todavía ¿estás completa?

—¿Qué? —¿Qué le quiso decir con eso?—. ¿A qué viene esa pregunta? Dejá de acosarme —le susurró lo más fuerte que pudo, nadie podía oír su conversación.

—Te estoy protegiendo.

—¿De qué? La única protección que necesito es contra vos —se animó a decirle, solo que sonó desesperada y harta—. O no te acordás dónde me dejaron tirada la última vez que te vi. No me persigas.

—Te cuido de depredadores. Además, yo quiero lo que me corresponde —contestó en medio de un suspiro de fatiga, como si contemplara que Julieta debía saber efectivamente de qué es de lo que le estaba hablando.

—No entiendo a qué te referís. ¿Podrías ser un poco más claro? Desde que te vi la primera vez, me estás persiguiendo. Te hacés el misterioso, salís con mi mejor amiga, te acercás a mí. ¿Y tiene que ver con mi novio?

Leonel volvió a hacer un suspiro con sorna.

—Sí. Tiene que ver con él. Mirá, llamé solo para decirte esto Julieta: vos no podés estar con ningún otro chico —evidentemente, hacía referencia a Ariel—. No salgas con nadie, después de Sergio Robles. ¿Entendiste?

—¿¡Qué!? —gritó Julieta, creyó que le estaba jugando alguna especie de broma pesada y con ninguna gracia. Primero la buscó a través de Carolina, y ahora la advertía para que no se enamore. ¿Quién se creía que era? No era su dueño. No era nadie, por favor. No podía sentirse con esa insoportable autoridad sobre ella.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora