Capítulo 34

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Las vacaciones de invierno estaban llegando a su término, pero el frío arremetía de manera dura, como todos los años en aquellos parajes desolados. A pesar del clima, Julieta se encaminaba por las tardes a la reserva a ver a Ariel, aunque suponía que la nieve cayendo, y el frío, alejarían a su amigo del bosque en busca de la comodidad de su casa para ensayar. La verdad sentía un poco de culpa cuando caminaba hacia allí, se había pasado las vacaciones haciendo nada, ni un deber de toda la cantidad que le habían dado para la primera semana de clases.

La única que la apoyaba era Camila, estaba a punto de marcharse hacia la ciudad del puerto, donde estudiaba. Sus vacaciones también se estaban terminando. La diferencia entre una estudiante de secundaria y una universitaria era bastante obvia: ¡los secundarios carecían de responsabilidades!

Uno de los objetivos que Julieta había planeado para aquellas vacaciones se estaba cumpliendo, olvidar el banco vacío que ocupaba Sergio en el colegio. Se sentía con un poco de fuerzas para afrontarlo sin llorar, para ir al colegio de manera normal. Tal vez ver seguido a Ariel la estaba afectando. De manera positiva.

Por fin sintió que las cosas con relación a Sergio estaban encaminándose hacia el duelo definitivo. Y su hermana se había encargado de machacarle la cabeza hasta el cansancio rogándole que no tratara de meterse en lo que la madre de su novio estaba averiguando. No quería que sufriera. No a costa de su tranquilidad. La seguiría martirizando por teléfono. Lo tenía totalmente asumido. Aun así, mientras sentía que las fuerzas volvían en una dirección, la obligaban a usarla en otra, tratando de averiguar la verdad del suicidio con o sin la ayuda de nadie. A cada paso que daba sobre la nieve silenciosa, más la perseguían esos pensamientos, vivía pensando.

Debía erradicar de su cabeza algunas cosas. Salir como fuese de todo. Hasta que un pequeño lamento la sacó de sus pensamientos, estaba caminando por la plazoleta de los ángeles, frente a la iglesia. Sus pasos daban sonidos secos, sin ruido, pero los detuvo para poder oír mejor de dónde es que venía ese gimoteo que fue capaz de desconcentrarla. Allí no había nadie.

Los árboles blancos, desnudos y congelados le revelaron el paisaje de esa tarde solitaria, donde la gente del pueblo no salía un día de nevada sino que se quedaba en sus casas mirando televisión y bebiendo chocolate caliente. Giró sobre sí misma tratando de revelar el misterio. Habría jurado que eran los copos de nieve y no un gemido lastimero lo que escuchó. Entonces, desinteresada, continuó su camino.

Ahora solamente la perseguía el silencio.

Y aunque sus pasos hacían un leve sonido..., y cada tanto Julieta se daba la vuelta o sus ojos inconscientemente estaban buscando la presencia de algo que ella reconocía que estaba cerca de sí. Podía sentir una figura. Pero no atinaba a descubrir qué podía ser. Solamente el susurro del aire entre las ramas húmedas. ¿Algún conejo? No sabía la razón pero es como si de repente tuviera miedo. Un temblor en todo su cuerpo a recorrió al pensar que alguien la estaba observando. Tal vez fuera su estúpida imaginación, porque ¿quién querría asustarla a esa hora tan temprana de la tarde? Volvió la cabeza una vez más hacia atrás, pero seguía sin ver a nadie.

—¡Ah! —exclamó con sorpresa.

El corazón casi se le salió por la boca cuando, al reanudar la marcha, le estaba haciendo frente un pequeño cachorro, con ladridos de juguete, como esos que vienen a pilas y saltan. ¡Entonces era este perrito!

El corazón agolpado fue volviendo a su lugar de a poco. La respiración hizo un esfuerzo por retornar al ritmo normal, ¡pero casi la había matado del susto!

El pobre chucho estaba mojado de frío, flaco y parecía hambriento. Julieta sintió una tremenda pena de verlo totalmente abandonado a su suerte en ese lugar, y más por nervios o lo que fuese, soltó una carcajada sonora que retumbó entre los árboles y la nieve, a modo de disipar cualquier atisbo de miedo. Estaba perseguida, allí no había nadie más que ese perro. Ni siquiera se lo pensó. Lo recogió del suelo abrigándolo con su propia bufanda, y cambió su rumbo, en vez de ir hacia la Reserva de Ariel, volvió a su casa. Era hora de acondicionar un pequeño huérfano. Ahora el corazón le latía pero de una extraña alegría y satisfacción.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora