Capítulo 10

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 Ariel corroboró la hora en su reloj momentos después de que Julieta se hubiese marchado y calculó el tiempo. Hacía frío pero estaba más que acostumbrado a él y siempre había sido un chico saludable. «Todo es mejor que estar en casa», pensó. Sacó cuentas mentalmente y planeó alguna excusa convincente con la cual disculparse. Todas las tardes inventaba algo. Solo que el tiempo pasaba y las ocurrencias también. La tarde ya oscurecía el bosque de forma paulatina y constante y, de mala gana, emprendió camino entre los árboles. Bajo sus pies, el suelo crujía con humedad y se volvía irregular. De vez en cuando pateaba algunas hojas secas, que bullían con escándalo entre los sonidos casi nocturnos del bosque. A pesar de la penumbra, Ariel era capaz de ver en la oscuridad. Él conocía casi de memoria el recorrido hasta su casa e, incluso, más allá del bosque. Muchos ruidos eran familiares. Y algunas veces, sin embargo, otros le estremecían la piel causándole escalofríos, porque además de oírlos, también tenía el presentimiento de que lo observaban de lejos. Por suerte, hacía varios días que eso no ocurría. Siempre pensó que era algún animal salvaje que deambulaba por la reserva con libertad, aunque los habitantes del pueblo hubieran jurado que eran los espíritus o los duendes, y se negaba a creer en ello. O quizá era esa chica. Apareció así, de la nada y se instaló a su lado con una expresión ausente y su aspecto delicado. Parecía enferma. Tal vez triste. Y buscaba su música. Desde que ella emergió tan de repente, aquella extraña sensación que lo perseguía había desaparecido.

Al cabo de un rato, se abrió ante sus ojos la fachada inmensa de una casa de campo. Las luces ya habían sido encendidas y le daban cierto aspecto lúgubre, a pesar de ello, la arquitectura añeja lo fascinaba. Ariel recorrió el lugar tanto con admiración como con despecho y sus ojos se fijaron en una mujer mayor que lo observaba desde lo alto de una ventana, como un espectro. Ella le hizo una seña con su mano, instándole a que se apure. Se la veía enojada, pero él no se inmutó y le respondió «ya voy» también en un lenguaje gestual, antes de abrir la tranquera de la entrada. Era increíble, cada vez que rondaba cerca de su hogar, su humor cambiaba de forma drástica. Y se transformó por completo apenas empujó la pesada puerta de roble.

Para llegar hasta su habitación era fácil, solo tenía que caminar directo a la escalera sin detenerse y subir. Al costado se abría una arcada a una biblioteca, pero a toda costa solía evitar ese lugar. Como si estuviera a punto de correr una carrera, resopló antes de tomar velocidad y empezó a caminar con rapidez. Pero como casi siempre, una voz lo detuvo antes de que llegara al primer peldaño.

—¿Dónde estabas oggi? —preguntó desde el interior de la biblioteca.

Ariel observó de soslayo el lugar. La chimenea crepitaba y podía oírla pero no verla, ya que se interponía un alto sillón amarronado de suave terciopelo. Antes de contestar, tuvo que recuperar su aliento, porque esa voz lo paralizaba y enervaba sus nervios.

—Buenas tardes, papá.

—¿Dónde estabas? —repitió.

—Por ahí —dijo.

—¿Qué vas a inventar esta vez, figlio? —su mano era la única parte que Ariel podía contemplar desde donde estaba, que se movía pausadamente sobre el brazo del sillón. A su lado, sobre una mesita, había un cenicero y un habano cubano. A su padre le gustaba fumar con calidad. El olor llegó hasta su nariz y la arrugó con asco.

—Ya que sabés, ¿para qué te voy a mentir? Te das una idea de lo que hago todas las tardes —se burló—. Me voy a mi cuarto.

—¡Esperá! —habló más fuerte el hombre, su voz era cerrada y un tanto cavernosa, quizá por causa del cigarro. El estrépito de su tono detuvo a su hijo en su lugar—. Pronto es misa de tua madre.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora