Capítulo 31

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Alessandro había estado observando de reojo a su joven hijo sentado y meditabundo entre las flores del invernadero, en la misma tarde, a través de los cristales. Ese era un lugar que ambos frecuentaban con asiduidad, pero en distintos momentos, para no cruzarse, los dos sabían que Celestial cuidaba de esas plantas y esas rosas con suma prestancia cuando estaba viva, y parecía haber moldeado, incluso, hasta la forma en que debían florecer, como si lo hicieran al compás de la música clásica de su flauta. Así, a pesar de los años, las rosas sobre todo, respetaban su orden de salida, esperando cada una su turno. Era magia producida por Celestial. Y era el lugar preferido de los dos hombres que la amaban.

Ahora descansaba en su sillón preferido, mientras dejaba que los recuerdos, tan dolorosos para él, volvieran a buscarlo para torturarle el presente en el que estaba envuelto.

Cuando ella murió, se dio cuenta de todo lo que había dejado de lado, y por el bien de la familia, y su hijo, debía remontar la empresa. Se había puesto rebelde con relación a su padre. Como cualquier joven que estaba locamente enamorado de una chica. Y casi lo había echado todo a perder.

Unos truenos repentinos, le advirtieron al italiano que en breve la noche traería la lluvia.

Se estremecía de recuerdos, bañando sus sentidos a un pasado mítico. A sabiendas de lo que su hijo tal vez pudiese estar haciendo en cualquier habitación de la casa. Oía por detrás de la puerta como la flauta traversa emitía los sonidos suaves de una melodía muy triste.
Pero no se metió para arrancársela de las manos, como cuando había sido pequeño. De lejos, pertenecía a esa música también. Y que Ariel pudiera interpretarla no, no estaba resentido. No lo detestaba, ¿cómo haría para acercarse sin pelear o sin entorpecer el camino?

Era mejor vivir escuchándolo, que morir tratando de olvidarlo, porque jamás lo lograría.

En su mente escuchaba los sonidos de una música primigenia. Que invocaba a la tierra. A los espíritus. Veía miradas de ojos muy negros observándolo impiadosos. Y una danza.

Una danza... Las llamas... Ambas se fusionaban y se confundían, bailaban entre ellas, despertando sentimientos interiores dormidos con el tiempo, otra vez se veía de 30 años, joven y fuerte, aunque un hombre adulto. El cigarro se consumió lentamente en el cenicero apoyado sobre el brazo del sillón. Sus párpados se cerraron despacio al compás del baile.

La vertiginosidad lo envolvió en sombras oscuras y siniestras que abrían sus bocas y sus garras afiladas para llevarlo lejos, más allá del bien y del mal, más allá de todo, lejos, profundo, lejos, el adiós de su hijo, el llanto desgarrador de un bebé. Llanquiray reía y estiraba sus manos, su pelo bailaba en el viento, mientras su sombra besaba el espacio negro y él sentía un hundimiento. Cada vez más abismal, eterno, caía al Infierno.

Un sobresalto lo obligó a abrir los ojos desesperadamente, había resonado un trueno en el cielo como un rugido animal, salvaje y feroz, Alessandro recorrió su alrededor en busca de algún signo que le devolviera la tranquilidad, se había adormecido. Las llamas de la chimenea se disputaban de forma acorde un lugar entre los maderos, al mismo ritmo de la danza de sus sueños. Su cigarro se había consumido entero, apagándose.

El sudor frío lo bañaba por completo. Y unas lágrimas saladas se desparramaron sobre las mejillas un tanto arrugadas del hombre adulto. Sus canas se pegaban a las sienes. Y por la puerta de la sala vio pasar rápidamente a Ariel.

—¡Ariel! —le gritó con brusquedad, aún con la boca seca, recuperando el aliento que el mal sueño le había quitado.

Su hijo asomó por el umbral, con actitud indiferente, pero bien apostado, seguro de sí mismo, intimidando a su propio padre.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora