Capítulo 26

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Amanda quiso hacer una torta rellena de dulce de leche para alegrar a su hija, pero mientras revolvía en la alacena en busca de los ingredientes, la cabeza le daba mil vueltas, por dos razones, una, porque era mala para la cocina, su marido cocinaba incluso mejor, y segundo, porque estaba muy preocupada por Julieta.

Una locura fue gritar así por un camafeo que ni sabía que existía, los desmayos, las escapadas de dónde por las tardes y, el colmo de todo, que la encontraran tirada en el medio del campo. ¿Qué correspondía hacer? ¿Castigarla? ¿Sermonearla? Reconocía que la muerte de Sergio le había afectado de manera negativa, cambiándole su personalidad en un giro de ciento ochenta grados. Si bien era una chica bastante tranquila ahora había cambiado de juntas, y, además, aunque pedía permiso para ausentarse durante la tarde, ignoraba qué es lo que hacía en esas horas.

Pero volvía bien. A veces venía enojada o malhumorada, como si hubiese discutido con alguien.

De Carolina, que normalmente antes andaban siempre juntas, no hablaba, tal vez por lo que pasó en el campo. Eso estaba bien, Carolina era demasiado liberal, y ellos demasiado conservadores en sus costumbres.

Jamás podría entender que su pequeña sentía volver a la vida gracias a la música de una flauta y al flautista. Gracias a que la tarde pasaba rápido, cuando caminaba entre los árboles, esperando encontrar un sonido en el aire. Cuando se sentaba a oírlo, y aun cuando sus discusiones se tornaban interesantes. Sus peleas la removían dentro de su ser, porque su ánimo anteriormente estaba tan apagado como una vela consumida.

No tenía ganas de nada, ahora por lo menos, tenía ganas de pelear.

Un amor adolescente es definitivo. Sobre todo el primer amor,
el más importante de todos. Tal vez se pusiera de novio enseguida, como veía a los adolescentes de hoy en día, experimentando todo el tiempo cosas nuevas. Pero su hija no era así. O por lo menos, no había dicho nada.

Los secretos no se le daban, aunque podría ser una nueva faceta de su vida, después de lo ocurrido.

Más tarde, golpeó sonoramente la puerta de la habitación. La música clásica sonaba bastante fuerte en su equipo de música. Sorprendida abrió y asomó la cabeza hacia adentro.

—Preparé torta de chocolate para tomar la leche. ¿Bajás? —le dijo.

—Sí, en cuanto termine esto —su voz se oyó como si estuviera haciendo un trabajo importante.

Julieta estaba afanosamente concentrada sobre el escritorio. Intrigada, la mamá se acercó por detrás de su espalda y la descubrió con regocijo, tratando de hacer un cuadro. Allí estaban sus acrílicos, y pinceles, media encimada sobre la hoja cansón n° 6. Había manchas ocres, marrones, amarillas, anaranjadas, rojizas, violáceas y una sombra negra un poco perdida en ellas. Amanda corroboró con placer que estaba retomando uno de sus hobbies.

—¿Cómo es que se llaman los cuadros cuando no se entiende qué son? —preguntó su madre, observando anonadada como es que la imagen parecía decirle algo, pero no veía nada concreto o figurativo.

—Abstracto.

—Está muy bueno. ¿Lo vas a mandar a encuadrar para que lo colguemos en la sala?

—Lo quiero pegar en la puerta de la habitación —respondió con indiferencia.

—La verdad que está precioso.

—Gracias —solamente dijo Julieta, ensimismada.

—Me sorprende que se te haya dado por escuchar música clásica. ¿De dónde sacaste ese gusto, así de repente? Antes solías gritarle a tu padre para que le bajara al equipo, porque es para viejos.

Julieta levantó la vista hacia la pared de repente, pensativa. No recordaba que le disgustara la música clásica. Ahora solo pensaba que llenaba un vacío de su vida. Que representaba a dos jóvenes en su existencia.

—No sé. Me gustó, y listo.

Dejó su labor a medio hacer, para que no siguiera la entrevista, ya que detestaba que empezaran las preguntas cuando ella no tenía nada que contar de su vida. Su madre se empecinaba siempre en averiguar si no andaba en algo raro. Julieta entendía por qué le tenía tanta desconfianza, más aún después de lo del fin de semana. Donde casi
se ganó un castigo eterno.

Se sirvió un vaso de leche que enseguida metió al microondas, para entibiarla. Y mientras cortaba una gruesa porción de torta, comenzó su madre a la carga:

—¿A dónde vas todas las tardes?

—Tu torta salió buenísima —atacó Julieta, indirectamente, con evasiva.

—Y eso que se me quemó un poco abajo, Julieta, y no me evités las preguntas, que no tengo tu edad —la amenazó medio en broma—. No me despistes...

—No te preocupés tanto, ma'. No hago Nada. Confiá en mí.

—Es difícil confiar cuando te encuentro al borde de una hipotermia. No sé qué es lo que hacés. Y tampoco quisiera que me llegaran comentarios de la boca de otras personas.

—¿Qué comentarios? —Julieta, a la defensiva, tragó en seco, y se apresuró a tomar un trago de leche—. ¿Quién te dijo qué? ¿No ves que la gente de pueblo es chusma? ¿Qué les encanta inventar cosas y perjudicar la vida de los demás? «¿Qué comentarios, sabrán
sobre Ariel?»

—Nadie dijo nada, todavía. Pero te advierto porque me gustaría que vos confiaras en mí, así como reclamás tu derecho de confianza en vos. ¿Me explico?

—Bueno, sí. Pero ¿no basta con que te diga que lo que hago no perjudica a nadie? En serio mami, no hago nada malo. No me drogo, no tomo, no fumo, no nada. Soy un vegetal aburrido y viudo, encima.

Su madre la observó con lástima. Qué momento duro estaba pasando, obviamente, buscaría actividades que le hiciesen bien.

—Confesá. O no salís más a donde quiera que vayas.

—¡Ufa!

—No te hagás la misteriosa, que al final lo voy a saber, porque te voy a seguir. Mirá que lo hago, ¿no te das cuenta hija que estoy preocupada por vos?, tu padre también, y tu hermana, que habla por teléfono conmigo.

—¡Bueno, está bien te lo digo! Pero prometeme que no me vas a seguir, porque sería el colmo... —la madre se hizo la cruz en los labios—... Voy a la Reserva que está en las afueras del pueblo. ¿Listo?, ¿estás feliz? —dio un mordiscón a su porción de torta para ahogar lo que acababa de decir.

—¿A la Reserva? —repitió su madre sorpresivamente, hubiese esperado cualquier lugar menos la reserva botánica de Carillanca—. Pero, ese es un lugar privado. ¿De dónde sacás plata para entrar todos los días?

—No pago. Entro por «la puerta de atrás» y no hago mal a nadie. Hasta ahora nadie me descubrió —concluyó apresuradamente antes de que la retaran por ello, tomó otra porción de torta y huyó escaleras arriba.

—¿¡Qué qué estás haciendo!? ¡Julieta! —bramó escandalizada.

Amanda se alarmó, agarrándose la cabeza. ¡Su hija estaba violando la ley!, algo que ellos jamás le habrían enseñado.

Pero lo cierto era que Julieta pasaba por el alambrado sin que el guardia se enterase, o tal vez se hiciera de la vista gorda. Desde aquella vez que la increpó cuando la vio salir, nunca más se lo había vuelto a cruzar, y le dio valor para seguir yendo de vez en cuando. Nadie le decía nada y tampoco le podría quitar su distracción su madre, esperaba de castigo que no le dejara juntarse con Caro, era mejor eso, a perder las melodías de Ariel.

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© Luciana López Lacunza


© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora