Capítulo 40

13.8K 738 130
                                    


Habían pasado alrededor de treinta minutos, cuando los ojos de Julieta se cerraron adormecidos, y Ariel le tarareaba la misma canción una y otra vez meciéndola entre sus brazos. Poco a poco, el joven notó que los músculos de su cuerpo se iban relajando, su respiración también se tranquilizaba y las palpitaciones de su pecho volvían a ser regulares.

El joven no podía dejar de salir de su asombro. Había pasado el momento más angustioso de su vida desde que su madre había caído en medio del teatro. La tragedia lo rodeaba por doquier. Suspiró evitando derramar una lágrima. Pero Julieta en ese momento abrió sus ojos de caramelo como si hubiera vuelto a nacer de repente. Se quedó helada al ver que Ariel tenía sus ojos brillosos, sin entender lo que cruzaba por sus pensamientos, allí mismo.

—Ya estoy mejor... —susurró con una mueca que simulaba una sonrisa de bienestar.

Ariel contuvo el aliento. No sabía qué decirle, qué hacer en una circunstancia parecida. Recordó que de no haber sido por ese momento nefasto, quién sabe si habría tenido oportunidad de sentirla cerca, pero no de esa manera como estaban ahora.

—¿Qué es lo que te ocurrió? —preguntó él, totalmente desconcertado y espantado.

—No lo sé —admitió Julieta, tratando de incorporarse, sintiéndose bastante patética—. A veces me pasa que siento que me voy a morir. Es una sensación horrible —su voz se oía cansada, como si hubiera realizado un gran esfuerzo físico.

—Yo te vi una vez en ese estado..., hace mucho..., —recordó Ariel—. Y no me dijiste nada. ¿Por qué no me dijiste que estabas mal porque te había pasado algo así?

—Es que esa vez creí que se me había bajado un poco la presión —contestó—. Fue la primera vez que me pasó.

Ariel la observó preocupado.

—¿Y te pasa solo cuando escuchas el tren?

—Parece que sí. Solo vos te diste cuenta de eso. Ni yo misma lo habría relacionado —se quedó pensando, incorporó a su pensamiento a Sergio, el día de su muerte, el tren, las vías y todo lo que lo relacionara, y sufrió un escalofrío estremecedor que bajó por su columna como una serpiente. Nunca lo había considerado. Se sentía aturdida, los oídos zumbaban insoportablemente. Ahora tenía sentido, siempre ocurría a la misma hora, los mismos días.

—¿Saben tus padres?

—No. Nunca me vieron así. No sé qué decirles. Si me ataca en casa, me encierro en la habitación. ¡Me van a tratar de loca! No estoy pasando el mejor momento con mi familia. Creen lo peor de mí, sobre todo después de hoy, y sobre todo mi mamá. Además, debería estar castigada en mi casa. Y me escapé.

—¿Qué te escapaste? —Ariel puso los ojos en blanco, incrédulo por su osadía—. No te busques problemas, más de los que tenés, entonces. Pensé que no tenías drama para hacer lo que quieras.

—Es que no me van a entender, voy a terminar en un psicólogo. Y no quiero. Yo puedo salir adelante sola —«o tal vez, con vos», pensó—. Mi madre no cree que venir acá me haga bien. Ni verte a vos. Ni pelearme con Caro. Mi vida es una telenovela... —sonrió, a su pesar—, y estoy agotada de ver todo de esa manera. Quiero estar bien, estar acá me hace bien.

—No te preocupes —la tranquilizó—. Vamos a superar tu miedo, Julieta. Yo te voy a ayudar.

—¿Para vos tengo una fobia?

—Es lo que parece, pero no soy un experto. Le pasa a muchas personas. No vas a ser ni la primera ni la última. La próxima vez que haya tren me vas a acompañar.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Where stories live. Discover now