Capítulo 48

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Esa misma noche, toda la familia de Fernando se había reunido para festejar el cumpleaños de su padre. La casa era un bullicio de gente. Los sobrinos pequeños corrían entre los adultos y jugaban incansablemente, desordenando el ambiente que en lo cotidiano era apacible. Gritaban sobre la música, alteraban cualquier tipo de paciencia que impedía hablar con voz natural. Los hermanos mayores de Fernando tocaban la guitarra y cantaban por un lado. Las mujeres de la familia preparaban la comida y se ponían al día con sus problemas y chismes acostumbrados. Y Fernando jugaba con todos sus sobrinos, le encantaban los chicos. La casa se vestía de una calidez hogareña extraña en los días habituales. Había casi cuarenta personas dentro de la pequeña vivienda de ladrillo colorado.

Cuando sonó el teléfono, nadie lo había escuchado. Sonaba y sonaba, pero nadie lo había oído realmente. Hasta que Lautaro, el sobrinito de tres años de Fernando, se acercó al viejo aparato a disco. Y levantó el tubo.

—¡Tío! Para vos... —dijo, era una criatura demasiado lúcida para su edad. Fernando se sorprendió y sonrió ante las mañas de su sobrino, pensó que estaba jugando. Y tomó el tubo que el niño le extendía con su bracito agitado. Un poco desconcertado. Y este aumentó cuando escuchó la voz del padre de Julieta preguntando por ella. No supo qué responder, la había visto en el colegio. Como todos sus compañeros. La había despedido a la salida. Y la había observado mientras tomaba la calle que conducía a la iglesia del pueblo.

Se quedó absolutamente preocupado.

Se dejó caer en un brazo del sillón cercano cuando colgó. Bastante impactado . Su sobrino lo tironeaba para seguir correteando. No podía jugar. No podía caer en la realidad.

Él también se dio cuenta de que algo no estaba en su lugar.

Por supuesto que Julieta habría vuelto a su casa como todos los días. ¿Tendría que ver Lestelle? Había faltado al colegio. ¿Cuál habría sido el motor de su ausencia? Se rascó la barbita con impaciencia. Pateó el suelo con bronca. Él le había pedido que se cuidara. ¿Dónde estaría?

Al levantar la vista, se dio cuenta de que toda su familia lo observaba con interés. Sus hermanos hasta habían dejado de tocar la guitarra. Sus cuñadas jóvenes levantaban a los hijos en sus brazos. Y el silencio solo era interrumpido por las voces infantiles.

—Este..., parece que Julieta..., mi amiga del colegio, no ha llegado a su casa desde que salimos hoy al mediodía de allí —dijo con un halo de oscuridad en su voz—. Yo me tengo que ir. Papá, discúlpame. Pero no puedo quedarme festejando...

—¿Quién es Julieta? —preguntó su hermana.

—Es la novia... —aclaró la madre. Fernando la miró sin una pizca de gracia. Y ella enseguida cambió la expresión de su rostro, sintiéndose mal por su comentario.

—Se habrá entretenido con algún chico —se mofó su hermano—. Sus padres tal vez exageren.

—No, Fellon no es así —Fernando fue hasta el perchero y sacó su campera de cuero, abrigándose con ella, claro que no era así, sabía quién estaba detrás de todo esto—. Me voy. Papá, vos sabés que es importante. Si no, no me iría de tu fiesta.

Su padre lo miró seriamente, de forma severa y fría. Acarició su bigote con la mano derecha. Y metió ambas manos en los bolsillos de su bombacha de campo. Meditabundo. Pero mascullando una respuesta entre dientes.

—Hijo. Sos un hombre de bien. Hacé lo que tengas que hacer —se sentía orgulloso de él. Lo había criado para que sea un ser humano. Solidario. Si ayudaba, no le importaría que faltase a su cumpleaños, ese sería su regalo. Además, estaba al tanto que la chica estaba pasando un momento bastante difícil. Incompresible para ellos, esa niña necesitaba ayuda. Su hijo estaba preparado para todo.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora