Leonel se acercó rápidamente a su todoterreno negra, la revisó velozmente para comprobar si el tanque estaba lleno, y las ruedas con aire.

—Traeme algo de comer.

Caro se metió a su hogar, y súbitamente una luz brilló dentro de su mente. Allí estaban sus padres, mirando televisión, ausentes de los acontecimientos de Carillanca, como siempre. Reían con una serie yanqui que los citaba todos los días en el sofá del living. Sobre la mesita ratona, el teléfono inalámbrico.

Caro observó de reojo por la hendija de la puerta mientras Leonel continuaba su inspección vehicular, estaba distraído. Tomó a la pasada el teléfono y marcó rápidamente el 911. Se colocó el tubo al costado derecho de la cadera disimuladamente, caminó hacia la cocina para revisar lo que quedara en la heladera cuando sintió los pasos de Leonel entrando casi por detrás de ella. Entonces no le quedó más remedio que arrojar al sillón lo único que podría detenerlo.

—¿Qué? —le recriminó él, mirándola fijamente con sus ojos salidos y rojos.

—Hay pollo frío, de anoche —mintió abruptamente e hizo ademán de abrir la heladera.

—¿Qué más? ¿Cerveza no tenés ahí? Dejame ver —la empujó a un costado y él mismo revisó sacando cosas y comiendo como si fuese una bestia.

Apareció la madre de Carolina, con el teléfono en la mano.

—Hija, me arrojaste el teléfono a mitad de la serie, están hablando aquí, ¿quién es?

Carolina abrió sus ojos desmesuradamente, rogando que su madre entendiera la seña que le estaba haciendo. Pero antes que pudiera contestar algo, e interpretarlo siquiera, Leonel se despabiló mucho más apresuradamente.

—Dicen que qué emergencia hay aquí... —continuó su madre en su propio planeta—. Yo creo que ninguna, ¿o sí?, ¿Qué les digo?

Leonel le clavó los ojos a Carolina.

—No hay ninguna, suegra —contestó—. Se está perdiendo la serie, deme el teléfono —dijo e intentó agarrarlo, pero Carolina se jugó la última carta de valor arremetiendo el teléfono antes que él.

—¡Hola! ¡Hola, Leonel Barret está en mi casa! ¡Ayuda! ¡Ayúdenme! ¡Le hizo algo a Julieta Fellon! ¡Auxilio! —gritó, desaforada, sosteniendo el tubo, y allí Leonel le dio una bofetada tan grande que le tiró el teléfono de las manos y también la hizo caer a ella. Delante de su madre. Que se quedó helada.

Leonel comenzó a temblar. La seguiría golpeando hasta matarla, pero ahora sí que no tenía nada de tiempo. La insultó de todas las maneras posibles mientras salía de su casa. Subió en su moto y arrancó, tirando varias macetas a la pasada. Así es como Leonel se alejaba de su vida, por fin y para siempre.

Mientras, Carolina volvió a comunicarse con la policía y dio precisiones de la dirección en que se había alejado el chico. Un patrullero finalmente corría por la calle de su hogar en busca del prófugo.

Leonel tomó las calles con velocidad, por suerte no escuchaba ninguna sirena policial tras él, debía alejarse, alejarse, desaparecer de la faz de la tierra.

El viejo camino de tierra, ese que no se usaba porque lo estaban «asfaltando» sería su vía de escape. Por allí nunca transitaba nadie.

Puso su motocicleta al límite de velocidad levantando polvo, que generó una nube a su alrededor, capaz de camuflarlo. Era lo que necesitaba para huir sin ser visto.

De pronto en medio de la nada, un cuatriciclo casi saltó desde la ladera de campos y se plantó con fuerza en la ruta. Le cortó el paso, tuvo que derrapar y cayó al suelo, lastimándose una pierna que quedó bajo la moto aún encendida. Gritó, maldijo y renegó moviéndose como una cucaracha a la cual le han puesto veneno en aerosol, tumbado y utilizando las últimas energías para mantenerse en libertad. Una mujer policía se acercó con un arma en la mano, apuntándolo.

—Tenemos una orden de detención, Leonel. Lo siento esta vez.

Los ruidos de las sirenas se acercaban, ululando constantemente en medio de la polvareda que levantaban, el patrullero que había pasado por la casa de Caro por fin llegaba, Leonel fue esposado, subido al patrullero y se dirigían hacia la comisaría local, para realizar todos los trámites correspondientes para que quedara detenido. Por fin estaba bajo la justicia. Donde ahora aparecía una prueba que lo complicaba aún más. Julieta aparecida, el pedazo de tela encontrado en el campo, y la denuncia de Carolina. La pesadilla del joven rebelde y sin límites de Carillanca tocaba el fondo. Para el alivio de algunos, sería el principio de una nueva etapa.

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© Luciana López Lacunza


© Tardes de Olvido [En Librerías]Where stories live. Discover now