Siguió a su instinto que lo guiaría a la casa de Carolina. Eran diez kilómetros de puro riesgo. Pero no debía ser descubierto, hasta que pudiera contactar a su padre. Su propio teléfono se había quedado sin batería. De la rabia que sintió lo hubiera arrojado hacia el medio del campo, pero cambió de opinión de forma drástica. Les estaría regalando una pista imborrable de su camino. Lo guardó en su bolsillo y continuó.

Cuando vislumbró la entrada de Carillanca, se escabulló entre algunas casas muy viejas y abandonadas, justo por donde se encontraba la entrada a la Reserva. La casa de Caro quedaba a unas quince cuadras, pero podría bordear el pueblo para llegar, sin riesgo de que lo vieran.

Respiró hondo y avanzó. Mirando hacia todos lados y asegurándose de que nadie lo vería. Le resultó extraño pero ventajoso que no hubiese nadie en el camino de su escape. Las calles del pueblo se encontraban vacías y no era domingo, era un día hábil común y corriente. Le pareció sospechoso. Caminó rodeando la plaza central por la cuadra de atrás, desviándose del perímetro por el que debería manejarse para no ser encontrado.

Eran ya las horas de la tarde, cuando Leonel escuchó aplausos, como cuando los niños se extravían en la playa. Su curiosidad lo asaltó de imprevisto, debía saber qué era lo que estaba pasando.

Las palmas y un coro de voces gritaban un nombre: «¡Ju- lie-ta! ¡Ju- lie-ta!», todas al unísono. El joven tragó saliva. Las cosas nunca habían llegado a ese extremo, en realidad, estaba casi todo el pueblo allí. O Todo. Incluso algunos oficiales de policía que pudo reconocer. Se arrastró por las paredes para lograr ver con el rabillo del ojo qué es lo que estaba pasando. Allí divisó a Carolina.

Por supuesto que no seguiría en ese lugar, la rabia se apoderó de sus sentidos. Ya vería, por traidora, merecía un buen escarmiento de una vez por todas. Era una estúpida. Haciendo apenas ruido, era tal el amontonamiento que había en la plaza, que nadie se percató de su presencia, aunque reclamaban por Julieta, y cada tanto oía
los murmullos de las viejas que tenían lenguas tan filosas como sus pensamientos.

Carolina estaba junto a sus compañeras de colegio, que vestían con los uniformes. Era lo mínimo que podía hacer por quien fuera su mejor amiga, esperaba que estuviera con vida, sana y salva en algún lugar, como todos los demás que allí se encontraban. Aunque dudaba que la perdonara, ni siquiera lo merecía . Recordó cuando siempre la defendió de todos, cuando era débil. Cuando eran chiquitas. No se merecía esto. Ya había sufrido bastante.

Estaba rememorando todas aquellas cosas del pasado cuando sintió una mano que la presionó por la boca con violencia hacia atrás, y por el otro lado, con el otro brazo, la arrastraron lejos de la gente. Sin darle tiempo siquiera a gritar y llamar la atención de sus compañeras, de espaldas a ella, con la mirada fija en el edificio municipal.

Carolina ya conocía esos arranques, así que ni se molestó en girarse, la textura áspera de las manos de Leonel la conocía muy bien sobre todo su cuerpo, y sobre su rostro, por cada violenta bofetada que había recibido. Pero tuvo miedo. ¿De dónde había salido Leonel, no era que se había ido de viaje? De por sí era extraño que su moto la dejara bajo el porche de su casa.

—Ahora, perra, vamos para tu casa calladita. Nada de gritar —le susurró al oído—. Si gritás, no vas a querer saber lo que hice con tu amiga —la amenazó con aquella mentira, esperando así que su amante no se le rebelara—. Porque a vos te voy a hacer sufrir lo mismo, ¡caminá!

Carolina se zafó y no dijo nada. Emprendió la vuelta a su hogar dando pasos cortitos, disimulados para que nadie notara que se estaba yendo. Leonel la llevó del brazo, arrastrándola tras de sí, escondiendo la cara entre el cuello alto de su campera. Buscaba cuanto escondite hubiera en el camino para que nadie los viera. Así, tardaron un buen rato; pero, finalmente, estaban frente a la casa de Caro. Los perros salieron ladrando, reconociéndolos.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Where stories live. Discover now