—Me llevo la camioneta —dijo de forma apresurada, tomando las llaves del llaverito al lado de la puerta—. Adiós.

Afuera estaba helando. Había vuelto el invierno una noche más a propósito. La noche era oscura, aunque se podían contemplar todas las estrellas. Le había dicho que se cuidara esa misma tarde. Cuando uno dice las cosas, parece que estas pasan a propósito de forma contraria. Metió su mano en el bolsillo y sacó una bolsita de nylon con el pedazo de tela rojo. Lo llevaba con él a todas partes, por temor a que su madre lo encontrara y lo arrojara a la basura.

Se le ocurrió algo.

Un pensamiento que lo atravesó como un rayo, luminoso, pero una posibilidad al fin. Se acercó al vehículo de su padre esquivando todos los demás de todos sus familiares, y entró, dando marcha bruscamente y saliendo a la ruta de tierra. El interior estaba frío, el vidrio empañado, despejándose lentamente mientras se movía por el camino. Sabía exactamente a dónde ir. Y qué hacer. No seguro de encontrar a Julieta. Pero sí seguro de que le daría una pista de su paradero. Tenía dudas sobre Lestelle, había desaparecido también de forma misteriosa. No estaba enfermo, porque esos comentarios florecían enseguida por los pasillos del colegio en boca de Conrado, el preceptor. Tal vez tuviera algún problema familiar, o se habría ido de viaje. Julieta no sería tan desesperada para ir a buscarlo. ¿O sí?

Sospechó que todas aquellas excusas eran invenciones de su propia imaginación. Sabía lo que pasaba en lo más profundo de su ser, quién era el que estaba detrás de todo esto, no solo él. Todo el mundo en Carillanca. Lo que más temía. Se le agitó el corazón de golpe. Buscó en la guantera el atado de cigarrillos y se llevó uno rápidamente a los labios, con una mano lo encendió, aspirando fuertemente. Necesitaba fumar.

Genial. La entrada de Carillanca estaba a un par de kilómetros, podía ver las pequeñas luces del pueblo, como pequeños puntos amontonados mientras el camino iba en bajada. Terminó su cigarro tirando la colilla por la ventanilla baja. Aumentó un poco más la velocidad una vez que ambas manos tuvieron total control de la camioneta.

Manejó a sabiendas de que estaba en exceso de velocidad, pero no le importó lo más mínimo, aunque le pusieran una multa.

Se detuvo en una casa humilde, de clase media, con un paredón pequeño. Al frenar, los perros del barrio ladraron alertando su llegada, algunos se le abalanzaron sobre las rejas de sus propiedades.

Sintió una puntada en el pecho al ver la casa de Carolina, hacía tiempo que no pasaba. Se habían distanciado bastante. Su relación inviolable no existía. Recordó por qué la apreciaba tanto, era ocurrente, simpática, audaz. Pero había cambiado mucho. Tanto, que ni siquiera era capaz de mirarlo a los ojos, ni aún en el colegio.

Percibió el frío que se le caló en los huesos al bajar de la camioneta, para su sorpresa, estaba la moto de Leonel aparcada bajo el porche, Fernando tragó saliva. Lo que menos imaginaba era que él se encontrara ahí. Esperaba que estuviera una única vez en su pueblo, o en cualquier otro lugar. Igualmente, caminó seguro hacia la pequeña reja de entrada. Y tocó timbre.

Se asomó una señora alta y flaca, un poco desconfiada por la hora. Tenía el cabello rubio y ondulado, como Caro, aunque no tan arreglado como lo solía llevar ella. Parecía su hermana mayor, pero Caro era hija única. Única y malcriada. Liberal como ninguna. Caprichosa como todas las niñas consentidas. Criada así por ellos. Sus jóvenes padres.

—¿Quién es?

—Soy yo, Fernando. Estoy buscando a Caro —respondió asomándose a la luz para que la mujer pudiera observar su rostro. La madre de Caro sonrió complacida.

—Ya me parecía por la camioneta. Pasá. Ella está en el cuarto —dijo haciendo ademán para que entrara. Sabía qué clase de relación tenía con su hija ese joven paisano. Y que siempre se la pasaba con él encerrada en el cuarto. Nada le sorprendía de la libertad para moverse allí.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Where stories live. Discover now