—¡No quiero perros en mi casa otra vez, Julieta Fellon! —gritó la madre en cuanto la vio desde la entrada de la casa con el pequeño cachorro. Era una insensible, ¿cómo es posible que no tuviera corazón para un alma abandonada? —mejor que le busques un dueño a ese perro, Julieta siempre me traés animales que encontrás por todas partes —Juli puso cara de pollo mojado. Aunque al instante se le ocurrió una gran idea, ¡se lo regalaría a Ariel! ¿Quién mejor que él para adoptar una mascota? No sabía si le gustaban los perros o no.

Pero este animalito habría de cambiarle la vida. Estaba segura de eso.

¿Acaso no se hacían terapias con mascotas para personas que tenían algún tipo de problemas? Se paró en seco a pensar, ¿qué tipo de problema podía llegar a tener Ariel? ¡Por Dios! ¡Qué prejuiciosa!, estaba juzgando sin conocer. Por lo poco que lo había visto, sí que era alguien a quien seguramente no debiera faltarle nada. Era rico. Vivía en un lugar de ensueños. Seguro que hasta tenía su auto propio. Pero con pena pensó que se notaba mucho que la falta de su madre lo tenía muy mal.

Y lo único que los ligaba a ambos era la música. Julieta miró al cachorro tomando leche, su madre le había puesto un plato (si no era tan mala) y se preparó para bañarlo, trayendo del baño su propio jabón líquido y un fuentón con agua caliente.

Desde la puerta del lavadero la madre estaba ceñuda, observando el cambio de humor tan repentino de su hija. Estaba demasiado feliz de encontrar un perro o ¿por qué otra causa podría ser? Y, además, cantaba mientras se llenaba de espuma.

—¿Pensaste qué vas a hacer con ese perro, hija? —preguntó en un tono un tanto severo cruzando los brazos en señal de autoridad.

—Sí, lo voy a regalar —contestó distraídamente Julieta, tratando de que el cachorro se quedara quieto dentro del fuentón, pero era imposible. A cada rato se sacudía dejando volar jabón y agua por todos lados. Julieta ya se lamentaba de que después tendría que limpiar todo el lavadero.

—No digas que vas a tratar de que Carolina te de bola por regalarle un perro porque sabés que le encantan. Además que no quiero que la veas. Esa chica no es buena junta, siempre te lo dije.

Julieta ignoró el comentario ofensivo, para no entrar en discusión.

—Pues no, no pensaba dárselo a Carolina. Se lo voy a regalar a un amigo —dijo de forma totalmente entrecortada, para que su madre no tratara de indagar más de lo necesario en su intimidad, eso era asunto suyo y de nadie más.

La tarde siguiente Carillanca estaba totalmente cubierta de nieve, si bien había dejado de nevar, era hermosísimo el paisaje invernal que se abría a sus ojos, como un nuevo mundo en el mismo lugar.

Con una cadena nueva, el pastor alemán (o similar a uno) la tironeaba recorriendo y olfateando cuanto árbol se cruzaba por el camino hacia la Reserva. Deseaba llegar y verlo para darle su regalo, seguro de que él se llevaría una gran sorpresa. Ató al cachorro un trecho más allá de lo que solía estar sentado Ariel, y casi corrió hasta el banco de hierro ubicado en el claro.

Sin aliento, tomándose las rodillas con las manos, y juntando aire, para el asombro de él, esbozó una sonrisa a modo de saludo. Y caminó hacia Ariel.

—Tenés una hoja —le sonrió Julieta acercando su mano al cabello castaño despeinado, para retirarle el adorno del pelo. El contacto hizo chispa repentinamente, como si hubiese sido causa de la electricidad. Pero Julieta no se quedó a pensar en la razón.

El contacto de la mano de Julieta hizo que el corazón del adolescente temblara . Sus sentidos se pusieron en alerta. ¿Por qué? Sus sentimientos se disparaban en direcciones que no eran las correctas. Sus músculos se tensaron defensivamente.

© Tardes de Olvido [En Librerías]Where stories live. Discover now