Parecía que todo el aire del polo sur hubiera entrado de un soplo por la ventana que tenían más cerca. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué?, ¿por qué Carmen venía con esta historia ahora, cuando ella estaba tratando de salir del dolor? No quería recordar... No ahora... Cuando estaban pasando otras cosas en su vida. ¿Un asesinato decía su cuñada? ¿Cuánto dolor más tendría que soportar a partir de allí?

Enseguida la atacó la culpa. Se sintió una egoísta, ambas habían perdido un ser querido, pero revolver ideas en su cabeza la pusieron de malas rápidamente. Tal vez estaba mucho más sensible a causa de lo que había pasado con Ariel. Seguramente era por eso.

Suspiró. Se llevó esa taza gigante a los labios. Meditaba. Recordaba. Los pensamientos se alternaban entre Sergio e, inevitablemente, Ariel. Los dos le estaban encogiendo el corazón de dolor.

Aroma de café y cigarrillos. La tibieza de la loza entre sus manos que reconfortaba un poco el alma. No estaba preparada para escuchar lo que Carmen cavilaría.

Sus oídos se hicieron de piedra, y su corazón también, así dolería un poco menos, quizás, escucharla.

—¿Y qué pensás vos? —dijo, por fin, tras un largo sorbo de su cappuccino.

—Que alguien lo mató. Sergio no tenía buenas juntas. Aparte de vos —contestó Carmen totalmente ansiosa, esperaba decirlo para que el peso que llevaba la dejara de perseguir.

Julieta deseó haberse sentado cerca de la ventana, para poder evitar esa mirada inquisitiva, esperando una opinión. Le parecía irreal y absurda esa idea. Aunque en algún momento también la hubiera considerado. Se apretó con todos los músculos de su cuerpo a la silla. Dio un respingo de sorpresa, aunque ya lo sabía, y tampoco lo creía así.

La policía no había revelado nada en la autopsia, nada que comprometa a ningún tercero. Un asesinato parecía tan paradójico como un suicidio. En cualquier caso, lo tangible era que Sergio, en definitiva, no estaba allí.

Una vez más sus defensas bajaron en picada y las lágrimas salieron con facilidad, buscó con prisa en el bolsillo de su mochila un pañuelo, la flauta estaba allí asomando y también le causó sensibilidad. Se lo restregó por los ojos con fuerza, y se lo pasó por la nariz, ya estaba congestionada de tanto llorar.

—¿Conocés las amistades de Sergio? —preguntó Julieta, varios minutos después. Ella no estaba al tanto; en su momento, lo único que importaba era estar con él. Y las amistades solamente eran de fines de semana o de fútbol.

Leonel.

El nombre se le cruzó por la cabeza como un rayo. Lo conoció aquel día, cuando se lo cruzó en la vereda, caminando con Caro.

Caro lo seguía viendo, puesto que él estaba muchas veces esperándola a la salida del colegio para ir a vaya saber dónde. Siempre volaba feroz en su motocicleta negra y siniestra.

De verlo se le revolvía el estómago, no toleraba que su amiga estuviera tan contenta con él, porque era más grande que ellas, por su apariencia, porque no era de Carillanca, porque se rebelaba contra el conservadurismo propio del pueblo. Militaba rebeldía.

Su rostro se compungió de asco de solo recordarlo.

—Yo sí los conozco. ¿Es que estás sospechando de ellos? —se asombró Carmen—. Conozco a uno que no tiene ninguna buena reputación, el hijo del comisario... —meditó lo que acababa de decir—. Es un rebelde violento..., pero no sé mucho de él, era bastante compinche de Sergio, Leonardo, se llama.

—¿Leonel? —tentó Julieta, cobrando interés por lo que las dos estaban ahora discutiendo.

—Leonel —repitió Carmen pensativa —sí Leonel. Uno pelirrojo. Es un poco más grande que Sergio. Debe tener como 20 años o un poco más. Ese chico dejó el fútbol, porque había empezado a consumir drogas, además siempre se peleaba con todos sus compañeros, era bastante agresivo. Ya no podía jugar y supongo que lo habrán expulsado del club.

Julieta entreabrió la boca y los ojos de asombro, su corazón se aceleró rápidamente, sabía en el fondo que ese muchacho no era de fiar, algo se lo gritaba dentro de su ser. Lamentó que Carolina se hubiera fijado en él. Y se espantó del amigo que su novio había tenido. Jamás se lo hubiera imaginado, porque él mismo no era así. Sergio era tan bueno..., en ese momento la atravesó la duda. ¿Lo era con ese amigo?

Y, como dándose cuenta de una gran verdad, ambas cayeron en que era «el hijo del comisario», este podía tranquilamente haber manipulado los resultados de la autopsia y dejar a su hijo totalmente libre de culpa y cargo.

Pero estaban pensando de más, no tenían ninguna prueba de que Leonel hubiese sido capaz de arrojar a Sergio por las vías, y tampoco un motivo aparente, estaban dejando volar su imaginación con escenas casi de película, todo sonaba a una macabra coincidencia, y era absolutamente claro y perturbable, un descaro fácil de razonar e imposible de imputar, pero también sabían que siempre pasaban cosas así en diferentes lugares.

La cabeza le comenzó a dar mil vueltas, descomponiéndola.

Eran demasiadas sensaciones encontradas para un mismo día. Se sentía enferma. No había fuerzas para nada más, no quería escuchar. Todo le dolía en el alma.

Se disculpó con Carmen, le dio un beso en la mejilla reconfortándola con palabras de aliento que no significaban nada para ella, y se marchó a casa, era tan tarde que la hora de la cena estaba cerca, y Julieta nunca andaba a última hora en la calle.

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© Luciana López Lacunza


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