A Julieta, siempre le parecieron dos chicos haraganes que carecían de ganas de hacer algo productivo con sus vidas, pero no podía juzgarlos tampoco, menos en ese momento, ella estaba haciendo cosas parecidas, se había metido en la reserva sin pagar, se la pasaba deambulando por Carillanca y faltaba al colegio, y aunque le pasaban los deberes, no ponía demasiada atención en ellos. Después de un momento, recordó algo, saltando en su asiento.

—Hoy hace el mes de Sergio —dijo, y con rapidez buscó la fecha en el almanaque para confirmarlo.

Carolina se sobresaltó a su lado. Creyó que a su amiga iba a darle otro ataque de llanto, pero solo suspiró con nostalgia, tal vez aguantándose.

—Supongo que hoy harán una misa en su memoria, ¿no? —interrogó.

—Eh..., este..., no sé, Ju'. Seguramente que sí —tartamudeó. Caro era tan amiga de los actos religiosos como Hitler de las festividades judías. Las detestaba con todo su ser, sobre todo, porque iba obligada a un colegio religioso. El solo saber que harían uno ese día ya le había causado repulsión.

A media mañana, suspendieron las clases de toda la institución para hacer una misa extraordinaria por el recuerdo de Sergio Robles. Esos momentos en que el silencio se hace dueño de la presencia de los chicos y de los maestros, alteraron un poco los nervios de Julieta, que sin poder evitarlo, se acercó un pañuelito a los ojos, con discreción. La hermana de su novio estaba allí también, en representación. Luego salieron todos al patio y se hizo un homenaje con una placa y un retoño que plantaron entre dos o tres alumnos.

Cuando el homenaje hubo finalizado, tenían permiso para retirarse del colegio. Como en los actos escolares. Cuarto año volvió a su aula de clases mucho más descontracturados y hablando en voz alta a buscar sus pertenencias, pero se encontraron con que estas no estaban allí.

—¿¡Dónde están mis cosas!? —gritó Faustina, una de las mejores alumnas de La Inmaculada—. Yo tengo libros que me dan con la beca. ¿Se las robaron?

—Calmate, nena —le contestó uno de sus compañeros, riéndose. Sabía, como todos, que habría sido alguna travesura de Fernando, Juanito y Carolina. Solían hacer ese tipo de cosas.

—¡Quiero mis cosas! —chilló Faustina.

—¿No querés que te calme yo? —se acercó Fernando con su actitud seductora—. Con unos mimitos te saco todos los nervios.

—¡Salí de acá, tarado! Ni se te ocurra o te golpeo con una silla —lo amenazó su compañera, histérica. La ponía nerviosa con su cercanía.

—¡Ah, que sos loca! Ya las vamos a encontrar —sosegó Fer y se puso a revisar los bancos.

Julieta revisó el aula con la mirada, pero no había nada a la vista. La situación era dramática y graciosa, aunque estaba acongojada por el homenaje de su novio, se dedicó a revisar detrás de los armarios con los demás, hasta que llegó el preceptor rezongando. La profesora lo había llamado y tuvo que dejar su café a medio enfriar con el edulcorante abierto.

—A ver... —dijo, con fastidio—. ¿Qué pasó? ¿Cómo que faltan las mochilas de todos? —preguntó con sospecha, porque ya se imaginaba que era alguna broma pesada de los dos vagos del colegio—. No es gracioso, y ya saben que les voy a poner amonestaciones a todos si las cosas no aparecen. Y como es la hora de irse hasta que no aparezcan sus pertenencias, no se va nadie —amenazó.

Fue ese momento en que se miraron los unos a los otros, y en especial a Juanito y Fernando, que eran los de las ocurrencias. Mientras pasaban los minutos, el ambiente se tornó cada vez más tenso. Mientras la mayoría de los cursos comenzaban a retirarse, ellos daban vueltas como leones enjaulados, con hambre y molestos porque el bromista no se hacía presente aún. Era como si nadie hubiera sido. Conrado, el preceptor, daba golpecitos histéricos con el pie sobre el piso, mientras miraba a cada uno de los estudiantes en busca de alguna expresión dudosa. Pero los minutos pasaban y nadie confesaba.

—Voy a llamar a sus padres, esto es el colmo. Y agárrense porque ahora les mando a la Superiora —se exasperó el hombre. Todos gritaron y silbaron para que no lo hiciera. Con un dramático y amanerado modo de moverse empujó la puerta de aula y desapareció en los corredores con rapidez.

La campana, a las doce en punto, comenzó a tañer con insistencia, a pesar de que muchos cursos ya habían salido. Los chicos se molestaron con Fernando y Juanito. Ellos mantenían sus manos en los bolsillos del pantalón y actitud inocente.

—Ya está, chicos, dejen de joder, ¿dónde pusieron las cosas? ¡Nos queremos ir! —se quejaron algunos.

Julieta, callada en su lugar, desvió la mirada al exterior, donde Centella pastaba tranquilamente atado a una rama del árbol. Se detuvo un segundo en el caballo y levantó los ojos donde las ramas peladas estaban vestidas con algo, pero no eran hojas porque estaban en pleno otoño. Una sonrisa se dibujó en sus labios, y al final una carcajada divertida le hizo saltar las lágrimas de los ojos. El resto de sus compañeros, que estaban discutiendo sobre quién habría sido el presunto instigador enmudecieron al prestar atención a ese sonido hilarante y casi histérico con el que Julieta se estaba riendo.

—¿De qué te reís, Juli? —le preguntó extrañada Carolina, y siguió con su mirada el lugar que señalaba su amiga, incapaz de hablar.

Se acercó a la ventana y miró hacia lo alto. Todos sus bolsos y mochilas colgaban de las ramas flacas como adornitos de Navidad. Cuando Caro empezó a reírse con gracia, el resto de sus compañeros se agolpó en las ventanas y se sumaron al concierto de risas. Retumbaron en el aula y en todo colegio para cuando la Madre Superiora llegó corriendo junto a Conrado.

El responsable había sido Fernando, como siempre. Lo castigaron con varias amonestaciones y sus compañeros no lo mataron como tenían previsto aunque ganas no les faltaran, lo perdonaron por la gracia que causó. Se había escapado de la misa en algún momento y se dedicó a bajar las ramas y colgar de los tirantes las pertenencias de los demás, de modo que cuando las soltara, quedaran en la parte más alta de la copa. Se fueron del colegio cuando ya no quedaba nadie y Fer tuvo que treparse a descolgar los bolsos y mochilas de todos.

Julieta hizo el regreso a su casa con dos sensaciones que hacía mucho tiempo había perdido. Estaba muerta de hambre y muerta de risa. No paró de recordar la gracia que le causó ver aquello cuando en realidad se sentía apagada y triste. La risa salió como un remedio y un brote de forzada alegría, a presión desde el interior del pecho. Pero sirvió, se reía, y podría recuperarse. Después que fuera a la iglesia de Carillanca, a la que ella consideraba «la verdadera misa por el alma de Sergio».

La esperaba una tarde complicada.


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© Luciana López Lacunza


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